Es un
hecho asumido y nada discutible, que a quien detesta su trabajo las
mañanas le caen encima como una losa. Esto es lo que le ocurre a
nuestro protagonista, Marcos Ribas. Estudió historia y se
especializó en arqueología hace ahora diez años. No eligió su
carrera profesional motivado por Harrinson Ford en las películas de
Inidana Jones, como le suelen preguntar con ese deje graciosete
cuando lo conocen, sino por las ruinas incaicas que aparecían en sus
sueños estando aún despierto. Así que, con notas admirables, se
licenció como un arqueólogo prometedor.
Pero la
sociedad se ha ido al traste, y por mucho que le duela, le habría
ido mejor presentándose como concursante en un programa basura, o
del corazón, criticando a sus compañeros de la casa (o así lo
llaman socialmente) que tratando de aprobar todos los exámenes de la
carrera. Al fin y al cabo, es un chico de atractivo evidente, o al
menos nota los ojos femeninos posados en él allá adónde va.
Por
desgracia, hace tres años que su ilusión arqueóloga se esfumó tan
rápido como las palomas huyendo de un pisotón fuerte en el suelo.
Eso es, su futuro se fue volando, y a saber dónde estaba.
Pensó
en escribir una novela. Quizás un misterio Inca, de esos que
perduran en el tiempo, una herencia familiar y un crimen por resolver
que lo catapultasen al estrellato literario. Enseguida desechó la
idea. Quizás no era tan constante como para buscar ese tipo de fama,
al fin y al cabo, era un éxito que tampoco sentía. A los pocos
meses encontró trabajo en un centro comercial situado en pleno
puerto de Barcelona. Sólo tenía que cobrar entradas de cine.
Entró
en una dinámica que tampoco eligió. Cada día se levantaba tarde,
comía algo e iba caminando al trabajo. Atravesaba Las Ramblas,
aunque en secreto las detestaba un poco. Esa masificación de
turistas le creaba un sentimiento de desagrado. Pero son Las Ramblas,
un icono, y había que quererlas.
Lo que
empezó como un trabajo esporádico, para salir del paso, se ha
convertido en la rutina de los últimos tres años. Marcos sigue
levantándose tarde, comiendo algo poco sano acompañado de un café
cargado y yendo andando a trabajar. Sigue odiando Las Ramblas. Pero
eso no es todo, porque Marcos se siente un tanto apático, aburrido
de la vida que le ha jugado una mala pasada. Y de tanta apatía está
su mente inundada, que se le ha pasado al corazón. Nada lo motiva.
Sale con los amigos a desgana, habla de política, de fútbol, de su
madre, de las vacaciones, y de su vecina cotilla con la misma escasa
pasión. Piensa que ha perdido los sentimientos. Se han ido volando,
como las palomas cuando...ya sabemos cuándo.
Lo que
no sabe y no creería si se lo explicasen es que un chispazo va a
cambiar la rutina de sus días.
Un
mañana fría y gris en la que las nubes se amontonan en el cielo
como algodón sucio, Marcos camina por Las Ramblas como si llevase
grilletes en los tobillos. Parece un preso dirigiéndose a su celda
después del descanso. O lo que sea que hacen los presos cuando no
están en sus celdas. Claro, tanto cine le ha implantado imágenes de
la vida un tanto Hollywoodienses. ¿Son los juicios y las cárceles
como se muestran en las películas?
En fin,
camina con expresión lastimera. Es febrero y los árboles desnudos
permiten ver los edificios bajos y envejecidos de Las Ramblas. Se
fija en el dragón Art Decó que sobresale en una esquina, tan verde
y arrugado. Baja la cabeza con tanto melodrama que sabe que si su
madre lo observase le reprendería por pesimista. Puuff pesimista. Él
no se lo considera, está un tanto cansado del mundo y ya está.
Y
entonces, como si temiera que su madre apareciera de verdad, levanta
la mirada rápidamente. Y en ese momento se produce el chispazo.
Encuentra ante él una figura menuda y grácil que viste ropa de mimo
francés. Se detiene y contempla su postura petrificada, y como
llamado por una fuerza mayor se acerca. Sus pies de plomo de pronto
parecen tener alas, y su apatía ha dado paso a un interés, muy
leve, pero interés al fin y al cabo.
Echa
una moneda de cincuenta céntimos en la gorrita que hay en el suelo.
Es la última que tiene, así que tendrá que pedir prestado para el
café de maquina. Pero enseguida se enorgullece. La mimo se mueve,
efectúa un movimiento gracioso y femenino con los brazos, y cambia
su postura. El sol débil le cae en el pelo rubio, y ahora parece más
encantadora, como enmarcada en un cuadro. La pintura blanca de la
cara deja muy poco que distinguir, aunque lo suficiente para que
Marcos sepa que esas facciones le resultan agradables.
Marcos
sabe que la chica no volverá a moverse a menos que le eche otra
moneda. Pero sus bolsillos están vacíos. De hecho, no sabe dónde
conseguirá una moneda para el café de máquina.
Así
que se marcha, Ramblas abajo.
Al día
siguiente se despierta con la misma apatía arraigada en su interior. Aburrimiento, corazón
de hielo. Pero al salir de casa, siente la punzada de la duda. ¿Estará
hoy aquella chica? ¿Y desde cuando lleva pasando desapercibida ante
sus ojos?
Siente
una oleada de felicidad cuando la ve a lo lejos, y dejándose llevar
por sus instintos, se acerca a ella. Le echa una moneda, y la chica
efectúa otro movimiento delicado. Es diferente al del día anterior,
pero no por ello le ha gustado menos. Y ese día, Marcos llega con
una sonrisa al trabajo.
Al día
siguiente ya se despierta con otro interés en su interior. Es un rum
rum en el estómago. ¿Son esas las famosas mariposas que se sienten?
Pero ¿por qué iba a sentir nada por ella? No la conoce. No sabe su
nombre, no ha escuchado su voz, no sabe cómo es su sonrisa. Quizás
es una sosa y ni ríe. Quizás tiene voz ronca, pero no como la de
Scarlett Johansson (Ay Scarlett Johansson, suspira), sino masculina,
como los travestis, y no es que tenga nada en contra de ellos.
Pensándolo bien, quizás sí es un poco dramático. Su madre tiene
razón.
Sabe
que la chica estará en Las Ramblas cuando pase por allí. ¿Cómo se
llamará? Imagina que tiene un nombre corto, como Eva o Ana.
Esta
vez, cuando le echa la moneda, Marcos se atreve a preguntarle el
nombre. Pero ella ni siquiera parpadea. Marcos no se desespera, sabe
que no debe distraerla. Y vuelve a llegar al trabajo con una sonrisa.
Esa noche piensa que quizás debería apuntarse al gimnasio. Desde
que rompió con Sandra se ha descuidado a base de comida china y
llamadas al telepizza.
Y así
pasan los días y las semanas. Marcos ha establecido una rutina de la
que ahora no podría prescindir. Esa parada ante la chica rubia
vestida de mimo francés se ha convertido en su aliento del día. Es
su cigarrillo, su café de las mañanas, su dosis de droga. ¿Cómo
se llamará? Desea saber su nombre y ansía ver su cara sin ese
maquillaje blanco.
Los
días pasan como las páginas de un libro, y de repente nos plantamos
en julio. Los turistas van a hacer suya a la chica mimo. La rodearán
y esto le impedirá verla de cerca. Es el momento de actuar,
invitarla a un café, al cine, a cenar, ser más insistente. Luchar
por su interés, no quedarse atrapado en la sumisión como cuando
perdió el trabajo de su vida.
Fin de
la primera parte.
Queda
pendiente decidir si el final de mi historia va a ser feliz o no
(acepto propuestas, Feliz o No feliz). ¡¡¡Feliz domingo!!!