¡Hola
todos! ¿Cómo ha empezado la semana??
Hace
varios días vi la foto de cabecera en el perfil de Instagram de una chica rusa que
sigo. Se llama Hobopeeba y sus fotos me gustan mucho porque contienen cierto aire
de fantasía romántica. Nieve cayendo, colores dulces y mucha Plaza Roja de
Moscú.
El
caso es que la imagen me gustó tanto que me inspiró para escribir un relato. No
quería utilizar la foto sin su permiso, pero tampoco usar otra diferente,
porque la que me había inspirado era precisamente esa.
¿A
que es bonita?
Así
que le escribí a la chica y le pregunté (en inglés) si podía utilizar la imagen
para la cabecera mi blog. Me respondió un par de días después un escueto Yes, hi. Lo cual me hace pensar que o
bien es una chica muy ocupada, o no se ha enterado de lo que le he dicho. En
fin, voy a aferrarme a ese Yes, hi para
autoconvencerme de que me ha dado permiso. Además, le dije que la nombraría en
el blog y que indicaría que la imagen es suya, y es lo que estoy haciendo.
Por
otro lado, siempre intento participar en El tintero de oro, pero no hay manera
de conseguir un texto que encaje en cuanto a tamaño. Siempre me excedo. Así que
a ver si la próxima vez puedo.
De
momento, aquí dejo el relato que me ha inspirado la imagen de Hobopeeba (Kristina
Makeeva).
Hojas de color salmón
“Un hilo rojo invisible conecta a
aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o
circunstancias. El hilo rojo se puede estirar, contraer o enredar,
pero nunca romper” (Leyenda japonesa sobre el amor y el destino)
Cada
tarde, a las cinco, Marcos aparece puntual en la puerta del instituto. Se ha
comprado un coche nuevo, uno de esos familiares con algo incorporado llamado
control de crucero adaptativo que todavía no sé muy bien qué es. Dice que,
ahora que queremos tener familia, necesitamos un coche grande. Yo no creo en
esa necesidad, al fin y al cabo, ahora vivimos lejos de la ciudad, y desde casa
hasta cualquier punto del pueblo no hay más de veinte minutos caminando. Pero
no seré yo quien le robe la ilusión. Es un detalle por su parte que venga a
buscarme al instituto, y aunque no lo considero necesario, finjo
agradecimiento. En el fondo sé que no es más que un modo amable de pagar su
culpabilidad, después de todo, lo hemos abandonado todo por su trabajo. Pero
ahora no puedo quejarme, nadie me obligó a aceptar la nueva vida. Así que cada
día, a las cinco en punto, salgo por la puerta de profesores, junto a Cati
Cantó, la profesora de mates cuyo nombre me provoca cierta gracia por la
consonancia. Es una señora pequeña y menuda que viste pantalones ajustados y
botas altas. Si no fuera porque se acerca a los sesenta, diría que parece un jockey.
Nos despedimos, y me dirijo al coche nuevo de Marcos. Él me ayuda a guardar el
violín en el maletero, y dice: qué bien
nos va el coche, así puedes guardar tus cositas. Mis cositas son mis
instrumentos de música. Al menos podría utilizar otra palabra. Quizás no ha
notado que tus cositas conlleva un
acusado gesto despectivo, como si fuera un pasatiempo que me entretiene. No le
digo que me ofende, Marcos lo hace con buena intención. No hay persona más
inocente que él en el mundo. Pero la realidad es que empiezo a odiar ser la
profe de música del pueblo. Y a veces le odio a él. Pero ahora no sería justo
quejarme, ya lo he dicho antes, nadie me obligó a aceptar esta nueva vida.
Marcos
y yo vivimos en una calle diminuta y sombría llamada Paseo de los besos. Es
curioso porque allí solo hay viudas mayores y solteros. Yo quería comprar una
casa junto a la Plaza de la Vila, cerca del árbol de las hojas color salmón,
pero Marcos se negó. Él quería vivir en la antigua casa de sus abuelos, aunque
ésta tuviera una proporción desgarbada, más alta que ancha. Así que ahora mi
hogar es una casa de piedra que tiene cinco plantas. En la entrada hay un
lavabo pequeño y antiguo que tuve que limpiar de moho por miedo a coger una
infección. En la segunda, dos dormitorios adolescentes. En la tercera el
comedor con un pequeño balconcito de rejas y una cocina de fogones. En la
cuarta, el dormitorio de matrimonio con un desvencijado armario empotrado que
espero que no me lleve a Narnia un día de estos. En la quinta está el desván,
dónde cuidé hasta que se marchó volando a un gorrión herido que encontré en el
suelo el primer día que llegué a este pueblo. Por las noches, si me despierto
con ganas de ir lavabo, me da miedo bajar hasta la planta baja. Todo es
demasiado agreste y desproporcionado. Marcos dice que no hay lugar más seguro
en el mundo que el pueblo en el que vivimos.
–¿Qué
va a ocurrir en un pueblo? – me dice.
Yo
respondo que todos los lugares son seguros hasta que dejan de serlo. A veces pienso que ojalá ese armario sí me
lleve a Narnia. Lo que sea con tal de salir de este lugar.
Un
inicio fascinante para el resto de mis días.
¿No?
Preferiría que Marcos dejara de lado esa actitud lastimera. No necesito
su compasión, ni que me anime. Pero él es bueno, y lo intenta. Quiere que yo
sea feliz para que nos amoldemos pronto al pueblo y todo encaje a la
perfección. Así nuestra decisión habrá sido acertada. Y todos estaremos
contentos. Como unas castañuelas.
Hoy
es una noche especial, porque algunos chicos del instituto van a representar en
la Plaza de la Vila una obra de vampiros que ellos mismos han escrito. Leí el
guion en el aula de profesores, y me pareció entretenido. Han colocado sillas
plegables alrededor de la tarima, y han repartido pastitas de canela. Marcos y
yo nos hemos sentado a una distancia prudencial de la tarima, en la terraza de
uno de los pocos bares que hay alrededor. Sobre nosotros los flecos de
plásticos adornan la plaza. También hay farolillos verdes y rojos. Reconozco
que el trabajo por parte del instituto ha sido impecable.
Y
entonces miro hacia el otro lado de la plaza, justo donde ésta acaba y las
calles solitarias se pierden en la oscuridad. Ahí está el árbol de las hojas color
salmón. Hay algo brillante a su
alrededor, no sabría decirlo. Es como una luz entre tanta opacidad. Marcos debe
de darse cuenta de que me abstraigo y me llama.
–
Olvídate de ese árbol.
–
¿Por qué? Me gusta.
–
¿Que te gusta el árbol?
–
Sí, es bonito.
–
Tú hazme caso y no te acerques.
–
¿Le ocurre algo?
–
Nada – dice Marcos –. No importa, pronto
lo talarán.
–
¿Por qué?
–
No te preocupes por eso ahora.
–
Es que no entiendo por qué iban a talar lo
más bonito que hay en el pueblo.
–
Porque no es seguro.
No
hace falta ser un genio para percibir que Marcos no quiere hablar del tema,
pero a mí me sorprende tanto misterio. Él se acaba la cerveza de un trago, y
centra la atención en la obra.
Al
día siguiente un aire congelado nos invade. No estoy acostumbrada a tanta
niebla, siempre he vivido muy cerca de la playa. A la hora del descanso le digo
a Cati que he olvidado algo en casa y que volveré enseguida. Ella apenas tiene
tiempo de responder, y se limita a asentir con la cabeza mientras me abrocho el
abrigo amarillo y me coloco el gorro de lana. Después salgo a toda prisa.
Camino
rápido. Sé que tengo que volver antes de levantar sospechas. Me tranquiliza
saber que ese día Marcos ha salido del pueblo y no podrá encontrarme fisgoneando.
No sé qué me ocurre, pero tengo la necesidad de contemplar el árbol de cerca.
Bajo la calle principal y cuando llego a la plaza encuentro los restos de los
farolillos y los flecos de plástico esparcidos por el suelo. Se están tomando
su tiempo en lo que a limpieza se refiere. Y es en ese instante que empieza a
nevar. Son las once de la mañana, pero el cielo se despliega gris y opaco.
Parece que sea de noche, es como si unas nubes tenebrosas se hubieran comido al
sol. Hace años que no veo la nieve. En la ciudad donde vivía nunca nevaba. Una
vez, hace siete años cayó una nevada y parecía que el mundo se acababa. Los
coches se quedaron tirados en la autopista durante horas, y el transporte público
dejó de funcionar. Pero aquí, parece que es lo normal. No es como en la ciudad.
Aquí la gente está preparada. Y lleva calzado adecuado. El mío, sin embargo, se
echará a perder. Pero todo esto ha dejado de importarme. Tuerzo a la izquierda
y cruzó la plaza. La nieve empieza a engancharse en las puntas de mi pelo.
Cuando llego junto al árbol me doy cuenta de que ha perdido las hojas color
salmón. En su lugar, los copos de nieve descansan sobre las ramas desnudas. Voy
a acercarme, quizás no tendré más ocasiones de verlo de cerca.
Acaricio
el troco con los guantes, y aun así puedo notar la robustez. Y entonces, ante
mí aparece un chico de mi edad, no sé qué hace ahí detenido, observándome. No
es del pueblo, si lo fuera lo habría visto antes. Aquí todos se conocen. Tiene
el pelo ensortijado y rubio. Parece uno de esos Vikingos que salen en la serie
que aún no he visto. Solo que viste con chaqueta de pana y lleva barba rasa. Me
parece atractivo, y eso que siempre preferí los hombres morenos. Pero no sé
quién es. Me dice algo que no comprendo. Debe de ser sueco, o ruso. O de Islandia.
A saber. Tras de él se extiende una vasta explanada verde con un lago congelado
a lo lejos. Hay un camión con troncos de árboles junto a una caseta roja que
parece un granero. Creo me estoy mareando, o que he bebido demasiado café para
la poca actividad que hay en este pueblo. No sé dónde estoy.
Doy
unos pasos hacia atrás, muy perdida, y cuando recobro la compostura he vuelto a
la plaza. Los vecinos pasan por mi lado sin darse cuenta de que estoy aturdida.
O quizás me estoy volviendo loca. Ha dejado de nevar, y el árbol luce de nuevo
sus hojas color salmón.
Me
prometo a mí misma olvidarme del tema, y esa noche trato de centrarme en la
lectura de mi ebook sobre alimentos que fomentan la esterilidad. Marcos dice
que no me quedo embarazada porque estoy estresada, cosa que no entiende, porque
no existe un lugar más tranquilo que el sitio donde vivimos ahora. Será una de
esas paradojas de la vida, pienso yo.
Lo
observo caminar por la habitación, hasta que se mete en la cama conmigo. Dejo
el ebook en la mesita y traicionándome a mí misma le digo con fingida
inocencia:
–¿Qué
le ocurre al árbol?
–¿Qué
le ocurre?
–
No lo sé, ayer me advertiste como si fuera peligroso.
Marcos
tarda unos segundos en responder. Se quita las gafas y tuerce el gesto.
–
En algunas ocasiones ha desaparecido gente. Y siempre ha sido justo ahí.
–¿En
el árbol?
–
Sí.
–¿Ha
desparecido gente en el árbol? ¿No decías que éste es el lugar más seguro del
mundo?
–
Si, nadie va a entrar a robarnos. Lo que ocurre es que a lo largo de la
historia han desaparecido tres personas junto al árbol. Y nunca se les ha
vuelto a ver. Es todo muy raro.
–¿Pero
nadie sabe qué les ha ocurrido?
–
No. Quizás hayan huido del pueblo. Sería lo más probable.
–
O quizás los hayan secuestrado.
–
Hay una teoría absurda que circula entre la gente mayor. Hablan de esa
estupidez del hilo rojo.
–¿Qué
dicen?
–
Dicen que el árbol te lleva junto a la persona que tiene atado el otro extremo
de tu hilo rojo. Sabes la leyenda, ¿no? Todas las personas estamos conectadas
con otra mediante un hilo rojo invisible.
–¿Quieres
decir que el árbol te lleva ante el amor de tu vida?
–
Supongo, sí. Pero son estupideces. Y aunque fuera cierto no te preocupes,
porque el amor de tu vida soy yo.
Marcos
bromea al respecto, y me da un beso cariñoso en el cuello. Pero yo no puedo
dejar de pensar en lo que he visto.
–
Además, lo talarán en breve. Así que un problema menos.
Vuelvo
a decirle a Cati que me he olvidado algo en casa. Ella me lanza una mirada
escéptica, pero tampoco realiza un comentario al respecto.
Salgo
corriendo, y bajo por la calle principal. Las manos se me congelan del frío que
hace ese día, y al llegar a la plaza comienza a nevar. Giro a la izquierda y me
acerco al árbol. Ha vuelto a perder las hojas y ahora su aspecto provoca cierta
sensación de escarcha. Como los pescados en el mercado.
Acaricio
el árbol y enseguida la explanada verde vuelve a aparecerse ante mí. Quizás debería
adentrarme. Si esto es producto de mi imaginación alguien me recogerá cuando me
desmaye. Doy un par de pasos y dejo atrás el árbol. Y es en ese momento cuando
el chico rubio aparece de nuevo. Es terrible. Viste una camisa de franela y
lleva los pantalones raídos en los bajos.
–
Who are you?
Eso
sí lo entiendo. Me ha preguntado quién soy. Tiene una voz fuerte, pero está tan
sorprendido como yo.
–I’m
Clara – le digo y me señalo el pecho como si fuera Jane. Qué patética.
Entonces
me ofrece la mano para saludarme.
–Hansel–
dice.
Me
hace gracia que alguien se llame como el niño del cuento, pero trato de no
reírme para no parecer infantil.
Hansel
habla inglés, menos mal. Yo no lo hablo tan bien como él, pero nos entendemos.
Me dice que hace bastante frío en esa época del año. Le doy la razón, mi
gorrito y mi abrigo empiezan a ser insuficientes. Me sorprende que él lo
tolere. Quizás está acostumbrado. O quizás es un vikingo de verdad, con esa
fuerza de pueblo tan folclórica. No tengo ni idea de dónde estoy. Ayer pensé
que podría ser Suecia o Rusia. Sólo sé que hay nieve en la punta de las
montañas, y el verde del campo está marchito. Aun así, me parece un paisaje
precioso. No sé de dónde viene el nombre de Hansel. ¿Es alemán? Pero no estoy
en Alemania, eso lo sé. Quizás en Islandia.
Hansel
me invita a entrar en una taberna que hay junto al lago. No es gran cosa, pero
al menos no me congelaré de frío.
El
antro tiene paredes de madera, y mesas alargadas de tablones húmedos. El
camarero, un señor robusto que tiene la piel rosa como los cerditos de los
dibujos nos sirve dos jarras de cerveza. Yo no tengo cuerpo para esa jarra,
pero no la rechazo. Haré lo de siempre, cuando no pueda más pondré cara de pena
y se la regalaré a otra persona, en este caso a Hansel.
Él
me explica que trabaja en un hotel familiar, a pocos kilómetros de donde nos
encontramos. El hotel es un edifico tradicional a pie de los mismos fiordos. Así que estamos en Noruega. Me
dice que, aunque no lo crea, aunque ahora lo vea todo tan desolado, el turismo
es elevado y el hotel da para mucho. Le digo que le creo, y que me encantaría
visitar los fiordos. Me responde que me los enseñará. Esto es antes de que le
explique mi aburrida vida como profesora de música. Por alguna razón omito a
Marcos. Ni yo entiendo la razón. Tal vez porque si hablo de él tendré que
asumir que detesto mi vida en el pueblo. Sí, debe de ser por eso. Sin embargo,
Hansel no es la persona más céntrica del mundo, pero su vida me encaja más.
Sin
darme cuenta me he acabado la cerveza. Me chispean los ojos y me ha invadido una
risa tonta. Le digo a Hansel que debería irme.
No
sé ni qué hora es, pero empiezo a presentir que me he saltado la clase con los
chicos de cuarto. Acelero el paso en la explanada verde y Hansel camina junto a
mí. Encuentro el árbol a lo lejos, pero algo le ocurre. Está torcido. Entonces
escucho un golpe seco y el árbol se quiebra todavía más. Corro hasta él y
Hansel me sigue. El árbol se está cayendo. Recuerdo que Marcos me dijo que iban
a talarlo, pero no que sería hoy. Creía que estas cosas se planean de un mes
para otro. Empiezo a correr, y Hansel me adelanta. Es como si quiera detener el
taxi que se me escapa. Pero cuando llegamos, el árbol ya ha caído al suelo y
las hojas color salmón se esparcen sobre la hierba.
No
se me ocurre nada que decir, estoy tan confusa que ni siquiera tengo ganas de
llorar. Me he quedado atrapada en otro mundo. O en otro lugar. Me aterra la
idea de no estar ni siquiera en la misma época. Podría coger un avión de vuelta a
casa, aunque ¿con qué dinero?
–Puedo
enseñarte los fiordos – dice Hansel.
Un
rayo de sol cae en vertical sobre su pelo y los ojos se le iluminan. Tienen un
matiz verdoso sin llegar a ser demasiado llamativos.
–
Vale, sí. Quiero verlos – le digo.
Y
echamos a caminar hacia el hotel de su familia, al otro lado del lago. Justo
donde empiezan los fiordos.