¡Hola
a todos!
¿Cómo
se os presenta Halloween? Yo tengo una fiesta de disfraces en casa,
así que la foto de cabecera pertenece a la decoración.
Últimamente
parece que este día ha perdido un poco la tradición española y ha
dado paso a otra más americana. Y es que ya casi nadie habla de la
fiesta de las castañas. En fin, a mí las castañas tampoco me
acaban de gustar, ni el Moscatel, aunque sí los panellets,
esa masa densa y calórica que se come en Cataluña.
Mi
relato de Halloween habla un poco de eso, precisamente, la pérdida
del valor de la tradición y de la frivolización de la misma.
¡Espero que os guste!
Mañana
será otra noche
Mientras
esperaba a que llegasen los niños, Henry Sanders comprobó el estado
de su disfraz. Atusó la capa de vampiro y pasó las palmas de las
manos por el pelo engominado. Suerte que las canas le habían crecido
desproporcionadas, centradas a ambos lados de la cabeza, y eran como
los mechones que Elsa Lanchester había lucido en la novia de
Frankenstein.
Vale,
los suyos eran más naturales. Pero al fin y al cabo, mechones
gruesos de canas grises.
En
realidad, se dijo, los niños están hechos de pasta
clásica, y disfrutan con los monstruos de toda la
vida: Vampiros, hombres lobo, Frankenstein, la Momia…Recibirlos
disfrazado lo iba a convertir en el vecino más guay y
molón del barrio.
Había
nacido en Jackson, Mississipi, pero había marchado a las afueras
cuando la ciudad empezó a crecer y a edificarse hacía arriba,
cuando los edificios se apiñaron entre ellos y la gente perdió los
modales. Brookhaven, con su aspecto
residencial y sin ambición de crecer, se ajustaba más a sus
necesidades tímidas. En Brookhaven no había escándalos, sólo
familias felices que de vez en cuando paseaban la bandera
confederada. Ahora vivía en una casa modesta aunque espaciosa, de
ventanas de guillotina y tejado triangular. Y un jardín. Sobre
todo, un jardín. La forma redonda del frondoso árbol que
crecía justo al lado de casa, cubría parte de su furgoneta blanca.
Si
quiero ir a Jackson sólo tengo que conducir una hora. Salgo a
las nueve, cuando el sol ha declinado, y a las diez ya estoy en mi
antigua casa familiar, explicó una
vez a la señora Mallon. Y ella, que en sus años de trabajadora
activa había impartido literatura en el instituto de Brookhaven, le
había ofrecido una sonrisa amable aunque desconfiada. Ay,
señor Sanders, qué gracioso es usted.
Y ahí, la
señora Mallon, dio por finiquitada la conversación, lo cual hizo
pensar a Henry al respecto. Todo
el mundo sabe que esta señora es una cotilla, ¿por qué no quiere
saber nada acerca de mí? Y la
conclusión fue rápida: la
mujer desconfía y me teme.
Henry
se acercó a la ventana e hincó una rodilla en el sofá que había
como repisa. Se sintió orgulloso de la disposición de su jardín,
con las calabazas clavadas en los picos salientes de la barandilla y
las simulaciones de telaraña colgando de un lado a otro. Desde casa
contemplaba su decoración brillar. Dirigió la mirada hacia el otro
lado de la calle y divisó la casa de la señora Mallon y su
decoración austera. Esa señora es incapaz de
disfrutar de la mejor noche del año.
Tres
niños se acercaron. No supo distinguir de qué iban disfrazados,
pero ¿qué importaba eso? Esperó a que picaran para abrir la puerta
y al salir al exterior, levantó los brazos con expresión
terrorífica. La niña, que iba disfrazada de pollo amarillo, a saber
por qué, dio un paso atrás.
–Uuuhh
– exclamó cuando se recompuso – Qué disfraz más guay que lleva
señor Sanders.
Henry
la contempló desde arriba. No debía de deshacerse de su postura
terrorífica.
– ¿Cómo
sabes mi nombre?
– Lo
pone en el buzón.
–Ah,
claro.
–¡Truco
o trato!
Y
dio un par de saltos infantiles. Al fondo, una niña con traje de
princesa y un niño disfrazado de lo que le pareció ser un zombi,
esperaban en silencio.
Henry
llenó las manos de caramelos y los dejó en la cesta de la niña.
–¿Por
qué vas de pollo? ¿Quieres que se te lleven las brujas?
–Las
brujas no existen, qué gracioso que es usted.
Henry
puso los ojos en blanco. No era gracioso, ¿por que no dejaban de
decírselo?
–Además
no voy de pollo – prosiguió la niña-. Voy de Pikachu.
–¿De
pica qué?
–Pikachu.
–No
sé qué es eso. ¿Es un demonio?
La
niña estalló en una carcajada.
–Qué
gracioso es. Me gusta su disfraz de vampiro, sus colmillos
son...guauuuu. Dan miedo. Me gustaría saber dónde los ha comprado.
De
repente, Henry notó que su pecho se llenaba de orgullo, y la
seguridad se apoderó de él.
–¿Y
si te digo que no los he comprado? ¿Que son míos porque soy un
vampiro?
Y
la niña volvió a deshacerse en una carcajada.
–Lo
que yo diga, es usted muy gracioso.
¿Lo
que yo diga? ¿Por qué esa niña hablaba como una organizadora de
bodas? Después, se volvió, con un golpe de melena rubia,
reflejando una dignidad que no necesitaba mostrar, y se alejó entre
las calabazas brillantes. Cuando llegó donde sus amigos, comentaron
algo. Oyó decir a la princesa qué tío más rata, podría
habernos dado más chuches. Y se fueron calle abajo.
Cerró
la puerta un tanto confuso. Por niñas como ella había huido de
Jackson. Niños sin infancia, sin fantasía. Adolescentes que viven
como adultos y sufren sus momentos de decadencia. Y adultos que ya no
se sorprenden. En resumen, gente muy cascada. En sus
tiempos, los niños gritaban al ver a un vampiro. Pero claro, ¿cómo
no iban a gritar si lo relacionaban con Boris Karloff? Solo su nombre
provocaba escalofríos. Ahora para ellos, los vampiros eran seres
radiactivos que iban al instituto y saltaban entre los árboles. Por
favor, ¿cuántos años llevaban repitiendo curso la gente de
Crepúsculo? ¿El director del instituto no sospechaba nada al
respecto? En fin, no era nadie para juzgar a los vampiros más
famosos de la edad moderna.
Poco
a poco la calle se sumió en la actividad. Una luna redonda y tiznada
cubría el pueblo y provocaba una claridad siniestra sobre las
familias y los disfraces. Las voces adquirieron intensidad, y Henry
recuperó la ilusión que la niña cínica le había robado de un
plumazo a base de frialdad.
El
segundo niño no venía acompañado de un grupo de amigos, sino por
su padre, un hombre joven con gafas redondas de empollón.
–¡Truco
o trato!
Y
Henry repitió el mismo número de nuevo. Alzó los brazos con la
capa bien cogida tratando de infundir miedo. Esta vez, el niño ni
tan solo parpadeó.
–Truco
o trato– repitió.
–¿Al
mismo Conde Drácula quieres dedicarle esa cara tan seria?
–Déjelo–comentó
el padre con expresión aburrida–, está cabreado porque no voy a
comprarle la bici que quiere.
–Me
lo prometiste– arguyó el niño. Frunció el ceño, con lo cual,
conjuntamente con la iluminación de las calabazas, se le marcaron
las pecas de la nariz–. Me dijiste que me comprarías la bici.
–Te
dije una bici, no la más cara de la tienda.
–Pero
si eres rico, ¿qué más te da?
–Qué
más quisiera yo ser rico. No digas estupideces.
–Uuuuhhhhh–
Henry trató de suavizar el ambiente imponiendo un poco de terror.
–Sus
dientes molan– dijo el niño enfurruñado, y de repente, ya no lo
parecía tanto.
–Molan
porque son de verdad.
–Puf,
sí claro. Truco o trato.
Y
Henry volvió la llenar las cuencas de las manos con caramelos.
–¿Eso
va a darme?
El
padre le propinó una pequeña colleja.
–Se
dice gracias.
–¡Gracias
de qué, si casi no hay caramelos!
–Tengo
que darle a los demás niños– se justificó Henry.
–Sí,
claro, pues todos para ellos, porque yo no los quiero.
En
un acto de rebeldía, el niño vació la cesta a los pies de Henry.
–¿Qué
te he enseñado?– dijo el padre, molesto–. Cuando lleguemos a
casa irás al rincón de pensar. ¿Eso quieres?
Cuando
se hubieron marchado, Henry recogió los caramelos del suelo. Se
agachó torpemente, y al levantarse decidió chupar una piruleta de
fresa.
Puaj.
La
tercera visita eran dos adolescentes vestidas de animadoras zombis.
Llamaron a la puerta y al ver a Henry se agarraron por la cintura
ejecutando un gesto sexy.
–Hoy
es su día de suerte abuelo, es el día que dos estudiantes quieren
comerle.
–¿Que
me qué?
Se
echaron a reír. Henry las miró un instante, confuso. ¿No se
suponía que era una fiesta de niños? Y ¿abuelo? ¿Qué iba a ser
él un abuelo? En ese instante un coche estacionó ante su casa y uno
de los ocupantes le lanzó un huevo. No llegó hasta Henry,
evidentemente, pero estalló en la hierba del jardín, junto a una de
las calabazas.
Después,
las zombis sexys salieron corriendo y se me metieron en el coche, el
cual arrancó con rapidez. Y al cabo de poco, la estupefacción de
Henry le impedía adivinar si la anécdota de las animadoras zombis
había ocurrido de verdad o lo había imaginado. En fin...
Las
horas siguientes no fueron a mejor. Se presentó una niña disfrazada
de médico sangriento, también hubo más princesas de Frozen, unos
cuantos esqueletos, una india con el hacha ensangrentada, el
responsable del Kentucky french chicken, una leopardo que nada tenía
que ver con Halloween, y un pirata con llagas en la cara. Ah sí, y
otro Pikachu, o como fuera que se llamase.
Tratar
de entender a la sociedad le producía cierto cansancio. Y también
decepción. Era como si el destino le impidiera disfrutar de la mejor
noche del año. ¿Dónde se había perdido? Decidió retirar el
cuenco de caramelos y no abrir más la puerta. Estaba agotado. Se
dirigió a la cocina y abrió la nevera, de la cual extrajo un tubo
de plástico lleno hasta los topes. Mejor en vaso, se
dijo, y sacó uno del lavavajillas.
Se
sentó a la mesa del salón y al primer trago, un regusto amargo le
invadió la boca. Como ahora todos eran vegetarianos o veganos, y
hacían planes Detox que incluían la ingesta de batidos verdes, la
sangre había perdido el sabor. Ya no era como antes. La próxima vez
que fuera a Jackson, a por el pedido mensual, pedirá sangre de gente
no vegetariana. Estaría contaminada de tabaco y pesticidas en los
tomates, pero al menos tendría sabor. Dejó el vaso allí mismo, ya
lo recogería mañana, y se adentró en el pasillo que llevaba al
sótano. La mejor noche del año también había perdido la magia. En
fin…
Abrió el ataúd,
y se amoldó entre los cojines. Qué esponjoso, pensó
feliz. Y al poco cayó en un estado de sopor. De repente abrió los
ojos, como si una alarma interna lo hubiera despertado. Cogió la
tapa del ataúd y la cerró. Quizás debería dormir en una
cama, como el resto de vampiros auténticos, pensó, total, todos se
están volviendo locos. Cerró los ojos y colocó
las manos cruzadas sobre el pecho. Qué desperdicio de energía había
sido Halloween ese año. Ahora quedaba un año entero para la
siguiente fiesta. Decidió no agobiarse demasiado, tenía toda la
eternidad para celebrar Halloween. Y así, se durmió.
Mañana
será otra noche, pensó justo antes de caer en un sueño
profundo.
¡Os
deseo una gran noche de Halloween a todos! A disfrutar mucho de las
brujas y los vampiros.
Como
no soy una bruja de verdad, no tengo un gato negro, pero para mí, mi
Alfie es el gatito más bonito del mundo :)
Y
como veis, está un poco "asustao" con tanta telaraña.