lunes, 25 de septiembre de 2017

Relato: El orden natural de las cosas




Coming Back!
¡Hola a todos! Dije que me tomaría unas semanas de vacaciones en el blog y con la tontería han pasado dos meses y medio. Espero que hayáis desconectado mucho y aprovechado el verano. Yo he sido menos productiva de lo que pretendía, pero al menos he leído. 
Os dejo un cuento muy otoñal, ¡espero que os guste!
¡Un beso!



Biscuit es más lista de lo que mi abuelo se empeña en hacerme creer. Bueno, él diría que no se trata de inteligencia sino de interés, supervivencia, instinto animal bla bla bla...pero no me importa lo que piense, sé que Biscuit me ha cogido cariño. Cariño, o lo que sea que pueda llegar a sentir un zorro por un humano. En este caso, una zorra por una humana. La expresión me hace reír. ¿Por qué se les llamará zorras a las mujeres proclives a joder la vida de los demás? Biscuit es un encanto de animal, no encuentro la relación.
El caso es que tal vez, como asegura mi abuelo, Biscuit hace uso de la supervivencia animal, y siguiendo su instinto ha encontrado en mí algo seguro y ya está, fin de la historia, no existe un ápice de cariño en sus actos. Al fin y al cabo, se les llama salvajes por algo.
No sabría decir. Yo no soy veterinaria ni experta en animales salvajes. Estudié magisterio en Barcelona, y en cuanto acabé la carrera, decidí que lo que más me apetecía era ayudar a mi abuelo a gestionar el camping. Así que mi trabajo consiste en permanecer en la centralita durante el día, gestionando reservas y solucionando problemas menores. En los momentos ociosos, leo algún libro de fantasía juvenil o una revista de cine esperando encontrar a Ryan Gosling. Mientras, los clientes entran y salen. En verano las familias llegan en auto caravanas. Imagino que, para ellos, nosotros estamos de paso, entre Francia y dónde quieran que se dirijan. Los grupos de amigos jóvenes, sin embargo, traen tiendas de campaña y se alojan un día o dos, el tiempo suficiente para realizar una ruta por la montaña y hacer senderismo. En invierno la clientela se reduce. No saben lo que se pierden, las caminatas bañadas de nieve producen ese encanto de cuento de hadas. Lo echaba de menos cuando vivía en la ciudad.
- Dedícate a lo tuyo y deja a los animales en paz- me suele reñir mi abuelo.
Hace años el hombre sufrió una neumonía tan grave que pensábamos que se moría, y desde entonces se le ha quedado una voz rota, como un recuerdo o un aviso, no lo sé. Ahora siempre parece recién levantado.
Toma aire e insiste:
-¿No ves que no ayudas a Biscuit? Sólo la perjudicas. Los animales salvajes no deben encariñarse con los humanos.
No entendía por qué iba a perjudicar a Biscuit. Ella emprendió el acercamiento entre ambas. Al principio, cada noche, mientras mi abuelo cerraba la centralita, Biscuit aparecía puntual en la puerta de casa. Siempre adoptaba una postura muy recta, era como esas estatuas egipcias que parecen tener el cuello estirado. Quizás era una forma de mostrarse adorable.
Nosotros vivimos al girar la esquina de la centralita del camping, en una casa pequeña de color mostaza y ventanas coloniales. En la entrada, junto al escalón de mármol, plantamos geranios rojos que Biscuit jamás ha mordido.
Al principio, sólo le permitía entrar en el salón. Me daba pena que pasara frío en la calle, o que la atacara algún otro animal. Y ella accedía, con la cabeza gacha como si buscara enemigos. Hasta parecía tímida. A estas alturas ya se ha acostumbrado a la luz anaranjada que producen las lámparas viejas, y a los muebles vastos. Incluso el pelo rojizo del animal sintoniza con los muebles amarronados. Parece que Biscuit forme parte del mobiliario. Al principio solo le daba de cenar. En Google encontré qué necesita un zorro. Así que cuando Biscuit aparecía por las noches abría la nevera y le ofrecía el primer embutido que encontraba. Los zorros son carnívoros, y quizás no les acabe de gustar la comida procesada, pero Biscuit nunca ha hecho ascos, así que cada noche le daba de cenar prácticamente lo mismo.
Después de comer se marchaba, y ya no volvía hasta la noche siguiente, siempre antes de que mi abuelo volviera de cerrar el camping. Con el paso de las semanas, empezó a esconderse en algún rincón, y allí se dormía. Seguía evitando a mi abuelo. Cuando escuchaba su paso aproximarse, levantaba las orejas y antes de que me diera cuenta ya había encontrado refugio.
Ahora le ha echado un morro sorprendente al asunto. Ni las llaves en las manos de mi abuelo, ni su andar ligeramente cojo la asustan. Incluso se acerca a saludarlo.
-Esto no es normal - dice el hombre-. Es antinatural, más bien. Un zorro en casa...
Aun así le palmea la cabeza, como si fuera nuestro caniche, y Biscuit lo sigue con la mirada. Observa a mi abuelo, balanceándose en su cojera y sus kilos de más mientras se adentra en la cocina. Tal vez Biscuit aspira a la posibilidad de recibir más comida. Pero mi abuelo abre una lata de cerveza, yo le riño porque debería cuidarse más, él no me presta atención y observa a nuestra mascota, tratando de buscar el sentido a la situación.
-Ay Biscuit, esto es antinatural. No te hacemos ningún favor.
Y al poco Biscuit se hace un ovillo en la alfombra que hay junto al sofá. Como es rojiza, el animal se camufla. Ya lo he dicho antes, sintoniza con la decoración. Por las mañanas, cuando me despierto, ya se ha marchado.
La llame Biscuit porque la primera vez que la vi mordía una galleta de mantequilla. Me pareció que ni siquiera le gustaba, pero era eso o morirse de hambre. Yo volvía en moto del pueblo, donde viven mis padres y mis hermanas, y al verla en el contenedor de la basura el corazón me dio un latigazo de lástima. Detuve la moto, pensando que huiría al verme. Nunca había visto un zorro tan de cerca y fui con cuidado. Abrí la bolsa de la compra y le ofrecí un trozo de pan. No se fiaba de mí, y tuve que lanzárselo para que se lo comiera. Al tercer intento, ya comía de mi mano.


Ahora Biscuit ha encontrado a un compañero. Es un zorro pelirrojo, como ella, pero con la peculiaridad de tener las patas moteadas. Parece que haya estando chapoteando en pintura negra. Lo he visto un par de veces, algunas noches viene rondando la casa, supongo que busca a Biscuit. No puedo llamarlo calcetines, porque en Bailando con lobos el teniente Dunbar, o Kevin Costner para todos, ya llamó así a su lobo. De acuerdo, era un lobo, no un zorro, pero de todos modos no me parece original. Así que pienso y pienso en el novio de Biscuit, y se me ocurre llamarlo Blacky.
-¿Tú eres consciente de lo que va a pasar?- Mi abuelo ha llegado al límite de su paciencia-. Ese zorro va a dejar preñada a Biscuit, y nos veo cuidando de una camada de zorritos ¿Eso pretendes? ¿Tener un criadero de zorros? Cuántas veces te he dicho que perjudicas a Biscuit. Las cosas deberían seguir el orden natural.
Pero mi abuelo se ha equivocado. Blacky ha desaparecido y hace días que no sabemos nada de él. Y me alarmo. Quizás Biscuit ya está embarazada. Me entra pánico al pensar que las sospechas de mi abuelo se hagan realidad. No me imagino el camping repleto de zorros, y Biscuit casi está domesticada, ha empezado a pasar los días en casa. Incluso alguna noche ha dormido en mi cama. Y todo cobra sentido, Blacky ha desaparecido porque Biscuit ya está embarazada.
En Google leo que hasta el invierno esto no pasará, y no sé si siento alivio o decepción al saber que Biscuit no va a ser madre. Y de repente, cuando todo parece volver a la normalidad, el animal muestra un comportamiento extraño. No tardo en detectar que su carácter está apagado. Con las orejas caídas y los ojos achinados, enseguida me doy cuenta de que está triste. Siento tanta pena por ella que me niego a creer que Blacky ha desaparecido sin motivo.
Pasan los días y Biscuit no logra deshacerse de la melancolía. Quizás debería dar una vuelta, sólo quiero saber si Blacky está bien. No me gusta ver a Biscuit tan triste.
Así que me pongo las botas de agua, quizás cruce el río, rescato del armario el anorak azul y un gorro de lana, porque aunque sólo es octubre cuando empiece a oscurecer el aire correrá frío y cortante.
Salgo de casa después del café de la tarde. Tomo el camino opuesto al camping, intuyendo que Blacky habrá huido de los visitantes. Una cosa es ser sociable y otra convertirse en la mascota de los turistas. Enseguida me adentro en el sendero que sube hacía la siguiente colina. Sé que a dos kilómetros, hay un merendero que aunque no es muy conocido, algunos días de verano el bullicio se puede escuchar desde el rio. Sigo caminando, llevo en las manos una manta pequeña en la que Biscuit suele dormir, y la agito de vez en cuando, con la esperanza de que el olor atraiga a Blacky. Pero llego al rio (bien, es más un riachuelo), y el zorro aún no ha dado señales de vida. El sol ha iniciado el descenso y los rayos se filtran anaranjados entre la frondosidad del bosque. Me he desviado del sendero, pero así llegaré antes al merendero. No voy a perderme. Y sigo caminando, hasta que pierdo la noción del tiempo. Y cuando me he rendido y decido volver a casa una silueta entre las raíces de un árbol llama mi atención. Es un bulto grande, rojizo. En verdad sé lo que es, pero intento demostrarme que me equivoco. Y me acerco.

Biscuit apoya el hocico en mi pierna. Tiene esa mirada desolada y yo me siento como el médico que debe dar la mala noticia a la familia.
-Te lo advertí- me regaña mi abuelo con su voz rota, se quita las gafas redondas y las deja en la mesa, sobre el hule, junto a la caja de pastillas-. Te dije que no les hacíamos ningún favor. Los animales salvajes no deben tener trato con los humanos, les pierden el miedo y acaban muertos, como Blacky.
-¿Quién puede tirarle piedras aun zorro hasta matarlo?
No es más que una reflexión en voz alta, pero mi abuelo responde tras un suspiro:
-Más gente de la que te crees.
Y en su voz hay decepción. Biscuit golpea mi brazo con el morro. Quizás no es un caniche, pero empieza a parecerlo.