Le gustan las
películas de vaqueros. Existe algo relajante en los tiros y en los
enfrentamientos donde, a menudo, es el caballo el más perjudicado. Bueno, no le
gusta que mueran los caballos. En realidad, no le gusta que los animales mueran
en las películas. Esa tarde, al acabar Grupo Salvaje permanece en sillón, entrecierra
los ojos calculando que tiene veinte minutos para dormir antes de que llegue
Delia. A ella no le gustan las películas del oeste, y además las llama Western.
Pero desde que la cuida, desde que sus hijos le pagan por pasar las noches con
ella, ha conseguido que la chica vea dos películas enteras. No va a mentir, se
siente más segura con Delia caminando por la casa. Es ruidosa y descarada, y
viste camisetas color flúor que sus hijos le piden cubrir con una bata.
De repente, es
incapaz de calcular cuánto tiempo ha pasado. Abre los ojos, desorientada y es
cuando Él aparece a pocos metros. Ahora los muebles del salón parecen haberse
encogido. Teme que, si se mueve, si camina hacia ella, lo arrastre todo a su
paso y derribe la repisa de las figuras de porcelana. ¿Siempre fue tan grande? Sus
pezuñas la asustan si las mira fijamente. No sabe distinguir si Él ha cambiado
en tantos años que hace que no se ven. La última vez que la visitó ella tenía
seis años y la tarde no acabó bien. Ahora tiene noventa y cinco. ¿Cuánto viven
los caballos?
Ochenta y nueve años
dan para muchas experiencias, Él se las ha perdido y de repente siente la
necesidad de explicárselas. Y así lo hace.
Mientras narra se da
cuenta de que su vida tampoco ha transcurrido demasiado emocionante. Trabajó en
un laboratorio de maquillaje tres años, era aburrido, pero le regalaban pintalabios.
Hizo amigas, eran seis y salían por ahí, no hacían locuras, era 1950, pero
desayunaban, iban al cine, y visitaban mercerías. Luego se casó y dejó el
laboratorio. Si iba al cine, era con su marido. Al poco llegaron los hijos.
Tuvo tres en seis años. Se sorprende de lo geométrica que le parece su vida,
los años encajan y se ordenan como una partida de Rummikub.
Concluye diciéndole
que enviudó. Pero también hace mucho de eso y ya ha olvidado lo que es llorar
por el marido muerto. No recuerda las rutinas del matrimonio, pero sí la
autoridad de él, a veces se pregunta si ya se conocieron en un estado de
practicidad. Le explica que al principio de la viudedad lloraba, y cuando el
duelo la sorprendía, el llanto venía como las contracciones en el parto de sus
hijos, una vez cada diez minutos. Pero ese tiempo ya quedó atrás, hace treinta
años que no llora, y ahora lo que le gustaría es reencontrarse con sus amigas
del laboratorio.
El caballo parece
fascinado. Ni siquiera se ha movido del sitio. Es entonces cuando le dice:
—No hay espacio para
mí. Muévelo todo.
—No voy a hacerte
caso. ¿No te acuerdas de lo que pasó la última vez que nos vimos? Era mi fiesta
de cumpleaños y lo celebramos en casa de mis tíos. Me dijiste que llevase a mi
primo al campo y lo abandonase allí, querías comprobar si un niño de dos años
era capaz de volver solo. Llegó la noche y aún no había aparecido, al final
tuvieron que ir a buscarlo mis padres y mis tíos, hasta la policía se
involucró. Como castigo me pegaron en la mano con un cinturón.
Cierra los ojos de
nuevo, Delia estará a punto de llegar.
—Ahora tira ese
jarrón, no lo necesitas.
—Es un regalo de mi
hijo. Lo trajo de Tailandia.
—Es feo. Lo odias.
Minutos después la
puerta se abre. Delia entra cargada con bolsas, las cuales deja caer en medio
de la confusión. El salón parece otro,
tiene la impresión de que una manada de animales salvajes ha arrasado el piso.
—Pero ¿qué ha hecho,
señora?
No contesta. Se deja
acompañar a la cama mientras Delia recita una serie de frases inconexas. Sigue
confusa, y es normal. Ya en la cama, Él asoma la cabeza en el hueco de la
puerta a medio cerrar, la crin negra parece áspera.
—Mañana rompemos más
cosas— le dice.

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