miércoles, 5 de noviembre de 2025

Amigo imaginario - Relato

 


Le gustan las películas de vaqueros. Existe algo relajante en los tiros y en los enfrentamientos donde, a menudo, es el caballo el más perjudicado. Bueno, no le gusta que mueran los caballos. En realidad, no le gusta que los animales mueran en las películas. Esa tarde, al acabar Grupo Salvaje permanece en sillón, entrecierra los ojos calculando que tiene veinte minutos para dormir antes de que llegue Delia. A ella no le gustan las películas del oeste, y además las llama Western. Pero desde que la cuida, desde que sus hijos le pagan por pasar las noches con ella, ha conseguido que la chica vea dos películas enteras. No va a mentir, se siente más segura con Delia caminando por la casa. Es ruidosa y descarada, y viste camisetas color flúor que sus hijos le piden cubrir con una bata. 

De repente, es incapaz de calcular cuánto tiempo ha pasado. Abre los ojos, desorientada y es cuando Él aparece a pocos metros. Ahora los muebles del salón parecen haberse encogido. Teme que, si se mueve, si camina hacia ella, lo arrastre todo a su paso y derribe la repisa de las figuras de porcelana. ¿Siempre fue tan grande? Sus pezuñas la asustan si las mira fijamente. No sabe distinguir si Él ha cambiado en tantos años que hace que no se ven. La última vez que la visitó ella tenía seis años y la tarde no acabó bien. Ahora tiene noventa y cinco. ¿Cuánto viven los caballos?

Ochenta y nueve años dan para muchas experiencias, Él se las ha perdido y de repente siente la necesidad de explicárselas. Y así lo hace.

Mientras narra se da cuenta de que su vida tampoco ha transcurrido demasiado emocionante. Trabajó en un laboratorio de maquillaje tres años, era aburrido, pero le regalaban pintalabios. Hizo amigas, eran seis y salían por ahí, no hacían locuras, era 1950, pero desayunaban, iban al cine, y visitaban mercerías. Luego se casó y dejó el laboratorio. Si iba al cine, era con su marido. Al poco llegaron los hijos. Tuvo tres en seis años. Se sorprende de lo geométrica que le parece su vida, los años encajan y se ordenan como una partida de Rummikub.

Concluye diciéndole que enviudó. Pero también hace mucho de eso y ya ha olvidado lo que es llorar por el marido muerto. No recuerda las rutinas del matrimonio, pero sí la autoridad de él, a veces se pregunta si ya se conocieron en un estado de practicidad. Le explica que al principio de la viudedad lloraba, y cuando el duelo la sorprendía, el llanto venía como las contracciones en el parto de sus hijos, una vez cada diez minutos. Pero ese tiempo ya quedó atrás, hace treinta años que no llora, y ahora lo que le gustaría es reencontrarse con sus amigas del laboratorio. 

El caballo parece fascinado. Ni siquiera se ha movido del sitio. Es entonces cuando le dice:

—No hay espacio para mí. Muévelo todo.

—No voy a hacerte caso. ¿No te acuerdas de lo que pasó la última vez que nos vimos? Era mi fiesta de cumpleaños y lo celebramos en casa de mis tíos. Me dijiste que llevase a mi primo al campo y lo abandonase allí, querías comprobar si un niño de dos años era capaz de volver solo. Llegó la noche y aún no había aparecido, al final tuvieron que ir a buscarlo mis padres y mis tíos, hasta la policía se involucró. Como castigo me pegaron en la mano con un cinturón.

Cierra los ojos de nuevo, Delia estará a punto de llegar.

—Ahora tira ese jarrón, no lo necesitas.

—Es un regalo de mi hijo. Lo trajo de Tailandia.

—Es feo. Lo odias.

Minutos después la puerta se abre. Delia entra cargada con bolsas, las cuales deja caer en medio de la confusión.  El salón parece otro, tiene la impresión de que una manada de animales salvajes ha arrasado el piso.

—Pero ¿qué ha hecho, señora? 

No contesta. Se deja acompañar a la cama mientras Delia recita una serie de frases inconexas. Sigue confusa, y es normal. Ya en la cama, Él asoma la cabeza en el hueco de la puerta a medio cerrar, la crin negra parece áspera.

—Mañana rompemos más cosas— le dice.


No hay comentarios:

Publicar un comentario