No sé quién me leerá después de tanto tiempo, pero dejo un relato que he escrito recientemente. Es de terror, y habla de infancias no vigiladas.
El edificio donde
vive mi tía no ha cambiado en años, a excepción de la instalación del
videoportero. Está en la periferia, en una zona donde no llega el metro. Solo
pasa un autobús que, además, no conecta con el centro de la ciudad. Forma parte
de un conjunto de cinco bloques idénticos, cada uno con nombres de gremios
feudales: El Herrero, El Artesano, El Cantero, El Panadero y, el de mi tía, El
Curtidor.
Los descansillos son
amplios y amarronados, lo que les da un aire cavernoso. Cuatro puertas quedan
separadas de las otras cuatro por una escalera central. Frente a ella, el ascensor
que de niña evitaba tomar. No me enorgullece admitir que me daba miedo. No soy
una persona claustrofóbica, pero durante muchos años no me atreví a subir sola
en lo que por entonces me parecía poco más que una plataforma rudimentaria.
Mi tía, Anita, vive
en el octavo piso, en la sexta puerta, la más alejada del rellano. Me recibe
maquillada y, en cuanto me ve, me achucha contra su cuerpo.
—¡Rebeca!
Se ha
cortado el pelo y teñido de rubio por pura practicidad. Ella, que siempre ha
estado tan orgullosa de su melena negra.
La visito
menos de lo que debo, y cuando no lo hago, me siento culpable. Los días pasan y
la rutina me devora. Pienso en Anita muy a menudo, pero entonces tomo
conciencia de que han transcurrido semanas en las que ni siquiera le he escrito
un mensaje. Me he propuesto ir a verla al menos una vez al mes. La verdad: rara
vez lo cumplo. Siempre surge un imprevisto que me lo impide: un cumpleaños, una
cena, un resfriado… Y después, como siempre, me arrepiento.
Mi madre suele
regañarme:
—Tienes que
ir a verla, está sola.
Mi tío, el
hermano de mi madre, murió hace cuatro años. Sucedió de repente. Su cuerpo no
avisó, como ocurre a veces con los infartos, y una mañana se desplomó en el
Lidl.
Se armó un gran
revuelo, porque además de ser clientes fieles, él y mi tía conocían a las
cajeras, e incluso, en algunos casos, a sus madres.
Mi tía conserva
sus cenizas en el mueble del comedor. Cada año cambia la urna por una más
bonita. Ella es así. Hace esas cosas. Como cuando yo era pequeña y me compraba
calcetines de Los Osos Amorosos.
Me sirve un bizcocho
que ha preparado y unas galletas de mantequilla de la caja azul, como las llama
ella. No habla de sí misma, sino que dirige su atención hacia mí. Le cuento
algunas cosas, muy resumidas, y enseguida suspira:
—Ay, Rebeca,
si yo volviera atrás, si pudiera volver a vivir…
—Pero si
estás viva —le digo.
—Ya sabes lo
que quiero decir.
La tomo de
las manos. Aún lleva el anillo de boda.
Sucede justo
después, cuando nos soltamos. Parece indiferente cuando me explica que el piso
del cuarto recibe muchas visitas. Su dueño está en una residencia y sus
sobrinos pretenden alquilarlo para poder pagarla.
—Y, aun así, no lo consiguen
alquilar.
—¿El cuarto
segunda?
—Sí, ese, el
cuarto segunda.
Detecta que
algo ha cambiado en mí. De hecho, algo en ella también se ensombrece. Me aconseja
que no piense más en el asunto, que deje de fustigarme, que las cosas son así.
Me dice que, de haberlo sabido, no me habría dicho nada.
Y, aunque
pueda parecer lo contrario, su tono no pierde la amabilidad. Pero una estela de
tristeza ya se ha depositado sobre nosotras, dejándolo todo un poco más
apagado.
Me esfuerzo
en aparentar tranquilidad, aunque sin éxito. Respondo que todo está bien, que
ha transcurrido el tiempo suficiente como para superarlo. Sucedió hace mucho
tiempo, cuando yo tenía ocho años… y ahora tengo cuarenta y tres.
—De todas
formas —sigue mi tía—, pronto ya no será un problema, porque habrá vecinos
nuevos. Así es, las cosas ocurren hasta
que dejan de ocurrir.
Mi tía va a
buscar unas galletas que ha olvidado sacar, y yo me dirijo a mi habitación. Puedo
llamarla así porque, cuando era pequeña, mi tía adaptó los muebles y la colcha para
mí. Nunca los cambió, y los colores están ya desgastados por los lavados.
Siempre me gustó el amarillo. La colcha es blanca, con bordados de limones, y
las cortinas, finas y ligeras, nunca llegan del todo al suelo. Rasputín, el Beagle
de peluche, descansa sobre la almohada.
Cuando tenía ocho años, pasé tres semanas en casa de mi tía. Mi abuelo había fallecido y mi madre, junto con su hermano, el marido de Anita, viajó al pueblo para gestionar la herencia de la casa.
Por aquellos
días, mi padre llegaba demasiado cansado del trabajo como para hacerse cargo de
la cena, el baño, y mis dientes. Y mucho menos para aprender a peinarme
aquellas coletas altas, tensas en la raíz, que yo solía llevar. Le comentó a mi
madre que ya tenía bastante con alimentar a los peces y no matarlos de hambre, y
que preocuparse también por mí era demasiado. Más tarde, me dijo que, como mi
tía no había podido tener hijos, seguro estaría encantada de cuidarme unos
días.
Mi madre,
que estaba en la cocina, apareció de repente porque lo había oído, y le soltó:
—Deja de ser
tan gilipollas.
—Estarás
mejor con Anita —rectificó.
Así que me
fui con ella, pero no me importó. Yo la
quería mucho. Siempre jugaba conmigo a las Polly Pocket, me dejaba beber Coca-Cola y no se enfadaba si me
levantaba tarde. Era julio, y podríamos comer helado juntas mientras veíamos Topacio.
En esos días
me hice amiga de unos niños del barrio. Primero conocí a Luismi, que vivía en el mismo edificio
que mis tíos. Era nervioso y parlanchín, y su extroversión gustaba a los
adultos. Sonreían y le permitían
expresarse. Quiero decir que mostraban paciencia. Y no lo negaré, a mí también me fascinaba. Envidiaba
que los adultos lo escucharan, aunque en realidad no dijera nada importante. A
mí casi siempre me mandaban a callar.
Su madre
decía que era muy listo, que el colegio le iba de maravilla y que se le quedaban las cosas. Lo decía
así: se le quedan las cosas,
como si las cosas pudieran permanecer dentro de uno, listas para usarse cuando
las necesitas o simplemente para mantenerse intactas hasta que el tiempo te
haga olvidarlas.
Una tarde
bajé con él al parque. Hacía tanto calor que los columpios quemaban si nos
sentábamos. Ese día coincidimos con Georgina,
una amiga de su clase, y su hermano Víctor,
que tenía cuatro años.
Aquel día Luismi y Georgina le dijeron a Víctor que no podía jugar a El
suelo es lava, y para mi
sorpresa, él lo asumió sin protestar. No me pareció justo, así que repliqué. No
porque Víctor se hubiera quejado, sino porque creí vislumbrar en él una señal
de desilusión.
Todavía no
conocía bien las dinámicas del grupo. Me daba vergüenza opinar. Pero, aun así, intervine.
—Claro que
puedes jugar, Víctor. ¿Por qué no ibas a poder?
—Porque es
pequeño —dijo Luismi.
—No lo es.
—Pues yo
digo que sí. Es pequeño.
Me dio pena
Víctor y me puse a jugar con él. Empezamos a enterrar coches de juguete y luego a desenterrarlos, fingiendo que
habíamos encontrado tesoros. Víctor tenía los ojos muy bonitos, eran
negros y yo nunca había conocido a nadie con un color de ojos tan intenso y
vivaracho. A Luismi y Georgina no les interesaban los coches, así que siguieron
jugando a El suelo es lava desde
lo alto de los bancos. Saltaban de uno
a otro, recorriendo el perímetro del parque mientras se desafiaban mutuamente.
Pero en
algún momento, Georgina vino a
buscarme.
—¿Qué haces
con él? Déjalo y ven con nosotros.
—Estamos
jugando con la tierra. Ahora voy.
Luismi,
desde el banco más alejado, gritó:
—¡Georgina,
ven!
Pero
Georgina no se movió. Se quedó
de pie delante de nosotros, con los brazos cruzados.
—Tú misma,
pero que sepas que Víctor es… —hizo una pausa, buscando la palabra exacta— un co-me-ca-ca.
Víctor
cambió de expresión.
—No soy un
come caca.
—Sí lo eres.
Come caca, come caca… co-me-ca-ca.
—¡Que no lo
soy!
Traté de calmarlo.
—Ven,
Víctor, vamos a enterrar el coche de bomberos.
Víctor gruñó
a su hermana y luego me hizo caso, por
suerte. Pero en ese momento apareció
Luismi. La atrapó por la coleta
y se la llevó, tirando de ella con fuerza. Lo extraño fue que Georgina no dejó de sonreír. No
parecía que Luismi le hiciera daño, más bien prolongaba su diversión. La misma
sonrisa sarcástica con la que había atormentado a su hermano siguió ahí, intacta. Caminaba de lado,
dejándose arrastrar, sin apartar la mirada de nosotros.
—No le hagas
caso a Georgina, ¿vale?
Víctor
seguía mirando al suelo.
—Es que
siempre me está molestando.
—Bueno, pues
no le hagas caso. Te quedas conmigo y ya está.
Más tarde,
cuando Georgina y Víctor se marcharon, Luismi y yo decidimos volver a casa. Yo
odiaba el ascensor de aquel edificio. Sus paredes rojas tenían un tacto frío, metálico,
y no había espejo. Un ascensor sin espejo ahoga. El reflejo, al menos, te hace
compañía.
Evitaba
tomarlo a menos que alguien me acompañara, pero Luismi vivía en el segundo y
eso significaba que tendría que subir seis pisos sola. Cuando vio que me dirigía
hacia las escaleras, me detuvo.
—Es mejor
que subas en ascensor.
—No subo
sola. No me gusta.
—Hazme caso
—insistió—, que lo digo por tu bien.
Quise saber
por qué, y él dudó. No quería contármelo, pero le insistí tanto que terminó por
hacerlo. Antes de hablar, deslizó la mirada hacia las escaleras.
—Vale, pero
no hagas un drama.
Pasé por
alto que yo no solía hacer dramas. Entonces me lo contó.
—En el cuarto segunda vive un
caníbal.
Y aunque para entonces sus facciones se habían
endurecido, no pude evitar que mi primera reacción fuera reírme.
—Que sí —insistió en voz baja—. Vive
en el cuarto segunda, la puerta más cercana a las escaleras. Todo el mundo conoce
la historia.
Me tomó del
brazo y me aproximó a él. Su piel había dado paso a una tonalidad pálida y le
temblaba ligeramente el labio inferior.
—Se comió a
su mujer y a uno de sus hijos. Y hace años, un vendedor de enciclopedias
despareció. Lo vieron entrar, pero nunca salir.
Tomé aire y
mi voz perdió firmeza cuando hablé.
—Si todo el
mundo lo sabe, ¿por qué no está en la cárcel?
Luismi me miró
con una seriedad que no le conocía.
—Porque se
comerá a toda la familia de quien se atreva a denunciarlo.
No supe qué
contestar. Luismi parecía tan asustado que no creí que estuviera mintiendo. Así
que subí con él en el ascensor. No hubo más intercambio de palabras hasta que bajó
en el segundo piso y se despidió. Justo después, las puertas se cerraron con un
chirrido metálico. Sentí que me quedaba
sola en una trampa de latón. El ascensor inició el ascenso. Tercero. Cuarto. El número iluminado del botón tomó un color sangriento y
la lucecita latía como un corazón. Cuatro.
Cuatro. Cuatro. ¿Y si se detenía
allí? ¿Y si la puerta se abría? ¿Y si alguien me esperaba en el rellano? El
caníbal.
Por suerte, el ascensor no se detuvo.
Ciiiiiiiiiinco.
Seeeeeeeeis.
Sieeeeeeeete.
¡Ocho!
Cuando las
puertas se abrieron salí corriendo hasta llegar a casa de mi tía. Golpeé
insistentemente, como si el caníbal estuviera a pocos metros de mí. Anita tardó
demasiado en llegar. Me invadió una fuerte punzada en el estómago y un sudor
frío se apoderó de mí.
Cuando
finalmente entré en casa, me tambaleé.
—¿Qué te
pasa?
Tardé en
responder y fui directa a la mesa del comedor, donde me apoyé.
—¿Quieres
agua?
—Sí, sí, es
que… me moría de sed.
Mi voz sonó
extraña, tan lejana que parecía que había abandonado mi cuerpo. No me reconocí.
No mencioné el tema del caníbal a nadie. Ni siquiera se lo pregunté a Anita, y mucho menos se lo conté a mi madre cuando nos llamó aquella noche.
Una mañana acompañé a mi tía a comprar a la carnicería. Cuando le quedaban dos turnos, me preguntó qué quería cenar: conejo o pollo.
A mí no me gustaba
el conejo. En realidad, nunca lo había probado, pero me apenaba verlos allí, al
otro lado del cristal, tan estirados y rojos
por la sangre que nunca se iba del todo, y con esa cabecita consumida que
dejaba los dientes desproporcionados a la vista.
Dije que
pollo. Pollo estaba bien.
Entonces
apareció un hombre. Era alto, o al menos así lo percibía yo desde mi estatura. Me recordó a James Brolin, el amor platónico
de mi madre. Tenía una barba negra salpicada de canas, aunque bien
recortada. Y olía a Brummel. Lo supe enseguida, porque era la colonia que usaba
mi padre. Se la ponía cada mañana antes
de irse a trabajar a la imprenta.
Anita y él
se saludaron y la carnicera se alegró de que sus clientes entablaran
conversación:
—Anda, ¿os
conocéis?
Anita
explicó que eran vecinos. Y entonces él
intervino.
—Vivimos en
un edificio muy grande, pero nos conocemos todos.
—Mi marido y
yo en el octavo y Francisco en el cuarto.
No sé por
qué lo hice, pero sentí la necesidad de saber más.
—¿En el
cuarto segunda?
—Sí, así es,
¿cómo lo has sabido?
Y entonces, no supe si fue por un conejo rojizo
en particular, o por la montaña de conejos rojizos, todos despellejados, o porque la mirada de Francisco no me
gustó, pero me mareé. No sé cuánto tiempo permanecí tirada en el
suelo. Cuando recobré el conocimiento, Anita me daba golpecitos en la cara
mientras gritaba mi nombre. Una señora joven me ofreció una manzana y me
explicó que debía de haber sufrido una bajada de tensión. La señora carnicera
me dio agua en una taza redonda de café.
—¿Quieres un
poco de Fanta?
Cuando
me sentí mejor, el hombre seguía allí. No me habló, pero de algún modo me vio.
Se fijó en mí, conseguí captar su atención ¿Cómo podría explicarlo? Tenía los ojos muy azules, como las
piedrecitas del fondo de la pecera de casa, de un color muerto, un color azul mate.
Quizás no era el ser deforme que yo había imaginado, pero su mirada, directa y opaca,
me atravesó.
En
casa, mi tía me dio zumo de naranja. Ya no aguanté más y le pregunté por el
señor del cuarto. Me dijo que se llamaba Francisco y que era profesor de música
en el instituto.
—
¿Y su mujer?
—
¿Su mujer?
—
Sí, ¿dónde
está su mujer?
—
No tiene, es
soltero.
—
¿Soltero o
viudo?
—
Soltero,
Rebeca. ¿Por qué me lo preguntas?
—
¿Cómo estás
tan segura?
—
Francisco
lleva toda la vida en este edificio, lo conozco desde hace años. Te digo que nunca
se ha casado.
Me
tomé el zumo y le pedí a mi tía que viéramos un capítulo de Topacio, de los que
teníamos grabados. Lo pusimos y me acurruqué, aunque hacía un calor del
infierno. Pero cuando solo llevábamos cinco minutos mirando la tele no conseguí
contener las lágrimas y, a pesar de que traté de resultar silenciosa, mi tía
notó la humedad en el brazo. Me acarició la cabeza y me dijo:
—No le hagas caso a Luismi.
Al día siguiente mi tía me regaló un perro de peluche. Era marrón con unas enormes orejas negras caídas. En la papelería del barrio, vio el juguete y me dijo que si me gustaba me lo compraba, como recompensa al día terrible que había tenido. Le di las gracias y cuando volvíamos para casa me preguntó qué nombre le pondría.
—Lo
tengo que pensar.
—Cuando
era pequeña, en el pueblo teníamos un perro que se le parecía mucho. Mi padre
le puso Rasputín.
—¿Qué
le pasó?
—Se
murió de viejo. Era un perro muy bueno.
Miré
el peluche. Era suave y pensaba dormir con él.
—Vale,
Rasputín.
No bajé al parque hasta dos días después. En esas horas me había refugiado en jugar con Rasputín y comer helado con mi tía mientras veíamos la tele. Ahora sé que no debería haber bajado nunca más, pero el caso es que lo hice y el arrepentimiento ya no adquiere ningún tipo de sentido.
Eran
las cinco, y el sol caía de forma oblicua y dorada, proyectando sombras largas
y difusas sobre el suelo de tierra.
Encontré
a Luismi, a Georgina, a Víctor y a otra niña que me presentaron como Lara. Víctor
corrió hasta mí y me abrazó. El resto, actuó como si nada, y aquello me hizo
comprender que mi ausencia no había sido importante. La falta de preguntas me
dolió, aunque traté de no caer en la autocompasión.
Georgina
le dio dinero a Víctor para que fuera a la tienda de chuches a comprar chicles.
Víctor dudó. Dijo que no le dejaban cruzar la calle, y en respuesta, Georgina
se puso a cacarear:
—Cocococo.
Luismi
se le unió enseguida:
—Cocococo.
Víctor bajó
la mirada.
—Cocococo.
Ojalá
hubiera tenido el carácter lo suficientemente fuerte como para plantar cara a
Luismi y a Georgina. Ahora pienso que defender a Víctor habría sido lo
correcto. Pero por entonces no sabía cómo frenar las actitudes ofensivas de los
demás, y sufría cada vez que estallaba un conflicto.
No entendía
a Georgina. Mis sentimientos viajaban entre la envidia y el odio. Me sentía
sola y habría dado lo que fuera por tener un hermano o una hermana, y el suyo
era dulce y alegre. Así es, yo soñaba con tener un hermano como el que tenía
ella. Un hermano pequeño, de ojos bonitos y risa fácil, que me persiguiera por
casa, que me esperara a la salida del cole, un hermano al que comprarle
magdalenas cuando mi madre me mandara a por el pan. Quería un hermano al que
consolar, al que abrazar si tenía miedo, encubriría sus mentiras y le daría
besos cuando llorase, cogería su mano cuando tuviera miedo, y le consolaría cuando
nuestros padres lo castigasen. Yo quería un hermano como Víctor, y Georgina lo
despreciaba. Y me preguntaba ¿para qué tener un hermano tan bonito, con esos
ojos, si luego no lo quieres?
—Vamos a
jugar a un juego —dijo Luismi de repente—. Víctor, si quieres, puedes jugar con
nosotros.
A Víctor se le iluminó el rostro.
—Escuchad, tenemos
que entrar en el edificio y correr hasta el quinto piso.
Me quedé
tensa.
—¿No decías
que era peligroso? ¿Que era mejor subir en ascensor?
—Por eso es
un juego.
Víctor no
conocía el peligro del que hablábamos, y quizá por eso la idea le encantó. Entonces
Luismi volvió a contar la historia del caníbal. En el cuarto piso, en la
segunda puerta, vivía un hombre que se comía a las personas.
No mencioné
que Anita y yo nos lo habíamos encontrado en la carnicería y mucho menos que me
había desmayado. Preferí que Luismi siguiera creyendo que no tenía miedo.
Georgina se
entusiasmó, pero Lara dudó.
—Vamos, Lara
—insistió Georgina—. Es solo correr.
—Para que no
nos pillen —añadió Luismi.
Víctor parecía confuso.
—Si te
pilla, Víctor, te comerá —dijo Georgina.
Víctor dio
un paso atrás. No quería jugar. Su hermana no aceptó una negativa y lo agarró
del brazo. Sin embargo, fue Luismi quien le habló:
—Si no participas,
nos jodes el juego a todos ¿Eso es lo que quieres? ¿Jodernos la tarde?
Le puse una
mano en el hombro para tranquilizarlo.
—No te
preocupes, Víctor. Yo te voy a proteger.
El niño me contempló
durante un breve instante y me creyó. Y aún hoy pienso que pocas personas han
depositado tanta confianza en mí como Víctor aquella tarde.
Nos colocamos en la planta baja. Todos mirábamos hacia las escaleras. Fue
Luismi quien empezó a contar:
—Tres… dos… uno… ¡ya!
Georgina salió disparada. Luismi la siguió. Lara, que al final había accedido,
iba detrás, aunque de vez en cuando se giraba para buscarnos a Víctor y a mí,
que avanzábamos más despacio. Víctor me apretaba la mano con fuerza.
Subíamos lo más rápido que podíamos, pero aun así éramos lentos.
Al llegar al tercer piso,
Lara se detuvo.
—Esto no me gusta, Rebeca. No me fío de ellos, ni de
Luismi ni de Georgina.
Y yo también debía de tenerles miedo, porque me incomodó pensar que tal
vez pudieran oírnos. Me incliné hacia ella y murmuré:
—No creo que estén planeando nada… ¿Qué podrían
hacernos?
Entonces Lara echó a correr y nos dejó atrás.
Cuando pasamos por el cuarto piso, la tensión pudo con Víctor y tropezó.
Lo sostuve del brazo.
—No tengas miedo. No existe el caníbal. Es una broma
para asustarnos.
Y repetí las palabras que me había dicho Anita:
—No le hagas caso a Luismi.
Cuando llegamos a la quinta
planta, Georgina estaba eufórica. Luismi también.
—¡Ahora toca bajar!
Y así lo hicimos. En cuanto
pisó la calle, Lara se cruzó de brazos.
—No me ha
gustado. Estáis locos.
Nos miró con
desprecio.
—No quiero
tener nada que ver con caníbales, ni con brujas, ni con gilipolleces. Me voy a
ver Topacio.
Pensé en ir
con ella. Comentar el último capítulo me parecía más interesante que
demostrarle a Luismi y a Georgina que sus juegos de macarras no me asustaban. Pero
no me fui. Nos quedamos y repetimos el juego. Otra vez: tres, dos, uno… y a
correr hasta arriba. Luismi y Georgina nos dejaron atrás, porque Víctor tenía
piernecitas de niño de cuatro años y ya estaba cansado.
—Si quieres paramos.
Pero no quiso.
—La última vez.
—Vale. Pero
después se acabó. Te llevaré a casa y que Georgina se quede con Luismi.
Cuando
apretó mi mano sentí su calor. En el tercer piso le dije:
—Ahora hay
que correr mucho más, ¿vale?
Así lo hicimos. Víctor
aceleró el paso. Parecía más emocionado
ahora que conocía de qué trataba el juego.
Cuando llegamos al cuarto piso, Luismi y Georgina nos esperaban en el rellano. Ambos se habían detenido justo en el borde de las escaleras. Allí, permanecían inmóviles. Recuerdo que sus hombros estaban pegados el uno al otro. Sus expresiones me parecieron idénticas. Si no los conociera, habría pensado que se trataba de dos muñecos. Con el tiempo, los detalles se difuminan, pero aún hoy estoy segura de que no parpadeaban. Sentí una punzaba en el pecho, aunque no fue suficiente para hacerme recular. Cuando estuvimos lo bastante cerca, pregunté:
—¿Estáis
bien?
Antes de que pudiera reaccionar, Georgina me arrancó a Víctor de la mano. El niño se quejó al principio, pero enseguida comenzó
a gritar cuando advirtió que la intención de su hermana era llevarlo hasta la
puerta donde vivía Francisco. Intentó soltarse, pero entonces Luismi lo agarró
del otro brazo. Entre los dos lo inmovilizaron. Ambos lo sujetaban con fuerza
cuando yo estallé en gritos.
—¡Georgina!¡Luismi!
¡Parad! ¡Le estáis haciendo daño!
Y entonces
empezaron a burlarse.
—El caníbal te va a comer, Víctor. Ya verás, ahora va a salir y te
vamos a entregar a él.
Georgina
tenía los ojos brillantes de excitación, y una sonrisa que le ocupaba casi toda la cara. Pensé que nunca, en
todos aquellos días, la había visto tan eufórica. Luismi se unió:
—Sí, te va a
comer, Víctor. Te va a comer vivo. Y desde aquí oiremos cómo te mastica.
El niño, atrapado
entre ambos, lloraba y pataleaba.
Yo seguía gritándoles, pero no servía de nada. Intenté arrebatarles a Víctor,
pero ellos eran dos, y más fuertes que yo. Siempre fui pequeña, poca cosa. Como no conseguía ayudar a Víctor
empecé a corretear por el rellano con la esperanza de que algún vecino abriera la
puerta. Nadie lo hizo y me sentí desamparada e indefensa. Así que, desesperada,
salté a la espalda de Luismi. En ese momento, la puerta se abrió muy
lentamente. Había algo hipnótico en ella, algo que me impidió apartar la
mirada. Georgina y Luismi se quedaron paralizados. No estoy segura, pero creo
que también dejé de moverme. Seguía sin comprender por qué nadie salía a
ayudarnos.
En el hueco
que se había formado, una luz ámbar comenzó a expandirse. Era lenta,
parpadeante. Y entonces lo vimos. Unos tentáculos enormes de color lila. Pero
no era un lila vivo, ni malva. Era un lila oscuro, como los hematomas de la
gente que está enferma. Quizá también me llegó un ligero olor a sangre. No lo
recuerdo. Lo que sí recuerdo es que los tentáculos tenían garras afiladas,
negras y oxidadas. Hicieron fuerza y se deslizaron por la madera de la puerta
hasta que ésta se abrió por completo.
Georgina y
Luismi soltaron a Víctor y salieron corriendo escaleras abajo. Yo reaccioné
como pude o como supe. Atrapé a Víctor y tiré de él para después seguir a su
hermana y a Luismi. Nos detuvimos cuando llegamos al tercer piso. Quise
asegurarme de que nadie nos seguía, pero fue una mala decisión. La sombra de
los tentáculos se proyectaba en la pared. Desde arriba llegaba la voz pegajosa
que pronunciaba nuestros nombres. Sé que puede parecer fruto de la imaginación
de una niña de ocho años que ha vivido una experiencia traumática, pero aún hoy
recuerdo cómo pronunciaba cada uno de nuestros nombres. Rebeca... Rebeca... Víctor…
—Viene a por
nosotros.
De repente,
las garras crecieron. Se hicieron enormes. Nuestras voces se confundieron. Los
gritos de auxilio y los de terror se mezclaban. No sé si empecé a pedir ayuda o
si simplemente gritaba con la esperanza de que el ruido ahuyentara aquello. Tenía
a Víctor pegado a mí, y no lo solté en ningún momento. Cuando me di cuenta,
Luismi y Georgina nos sacaban bastante distancia. Entonces, en el segundo piso,
encontré una puerta abierta junto a los ascensores. Cogí a Víctor y nos metimos
dentro. Al encerrarnos, me di cuenta de que era el armario de la limpieza.
Había dos escobas, un recogedor, un cubo y un montón de botellas de lejía, o de
algo que no supe identificar.
El ruido en
el exterior se volvió más intenso. Escuchábamos los tentáculos arrastrándose
por las escaleras, produciendo un sonido viscoso. Víctor y yo nos abrazamos. En
mis brazos se tapó los oídos con las manos, aunque no le sirvió para alejar el
miedo. Para entonces, los tentáculos habían asomado unas garras que rasgaban
las paredes. Ya no quedaba rastro del sonido pegajoso, sino que daba la
impresión de que el edificio se desgarraba. No teníamos escapatoria. El
monstruo estaba tan cerca que apreté los ojos y pensé: que sea lo que tenga
que ser. No sé cuánto tiempo permanecimos allí encerrados.
De repente
llegó el silencio. El monstruo parecía haberse desintegrado y solo quedaban
nuestros latidos desbocados y el sudor que nos había dejado el terror vivido.
Dejé pasar el tiempo suficiente para calmarme y recuperar el valor, y entonces le
dije a Víctor que iba a abrir la puerta.
—No, por
favor, por favor, por favor —me dijo— No la abras.
—Solo voy a
mirar.
La abrí con
mucho cuidado. Víctor se tapaba los oídos y ocultaba la cara entre las piernas.
Miré por la abertura entre la puerta y el marco, pero no vi nada. Todo parecía
tranquilo, como si la escena que habíamos vivido hacía apenas unos minutos no
se hubiera producido. Una señora de unos cincuenta años subía con VHS en la
mano. Me indujo seguridad así que aproveché para acabar de abrir la puerta.
—¿Qué hacéis, gamberros? No podéis jugar en ese
cuarto. Ya hablaré con tu tía.
Víctor y yo
nos marchamos sin prestarle atención. Bajamos las escaleras hasta llegar a la
calle. Para entonces, el sol había iniciado su descenso, y la claridad de la
tarde se había vuelto dorada.
Al poco
apareció Georgina. Saltó los últimos peldaños de las escaleras y se detuvo ante
nosotros para recuperar el aliento. Estaba acalorada, y durante un breve
instante solo pudo lanzarnos una mirada estupefacta.
—¿Cómo habéis
bajado tan rápido? Estabais detrás de mí.
—¿Qué dices?
Hemos estado encerrados en el armario de la limpieza una media hora.
—Pero si he
tardado menos de un minuto en bajar.
Entonces le
pregunté por Luismi.
—Estaba con
vosotros.
—No.
Salisteis corriendo juntos.
—No, no es
verdad.
—Sí.
Vosotros ibais delante y nosotros nos escondimos en el segundo piso.
—Luismi
nunca ha venido conmigo.
Desde fuera,
el interior del edificio me pareció penumbroso y hueco.
Lo que vino
después lo recuerdo vagamente. Se desplegó un control policial. No encontraron pruebas
de absolutamente nada en casa de Francisco. Ni siquiera estaba en casa, ya que se
había marchado a pasar el fin de semana a casa de su hermano, en Galicia.
Los vecinos no
habían escuchado gritos, ni llantos, ni a niños corriendo.
Lo peor fue
que Luismi no apareció. No se llegaron a encontrar pruebas que evidenciaran que
había pasado la tarde con nosotros y tampoco que se hubiera producido un
secuestro.
No he vuelto
a ver a Víctor.
En la almohada descansa Rasputín, que ya tiene más años de los que debió vivir el auténtico Rasputín. Cada vez que vengo me gusta contemplar mi cuarto. Me asomo a la ventana de mi habitación. El parque mantiene la misma distribución, pero lo han acolchado. Hay adultos. Ahora la infancia se vigila.
Mi tía aparece detrás de mí. Sin
apartar la vista del parque le pregunto:
—¿Qué sabes de Víctor?
—Pues…vive en Madrid, se casó y tuvo
gemelos.
—Sabía que se casó, pero no que
había sido padre.
No le pregunto por Georgina, aunque
siento la necesidad de saber de ella. Tengo la impresión de que cualquier
respuesta me incomodará y ahora Georgina representa algo indefinible que ocurre
en algún otro lugar.
Abandonamos la habitación y volvemos
al comedor, donde mi tía ha servido más café, más té, más galletas.
Más tarde me despido con un abrazo. Le prometo que pronto volveré a
visitarla, pero ambas sabemos que dejaré pasar las semanas, que después me
excusaré, y que volveré a pedirle perdón.
—Cuando
quieras —dice ella.
Un abrazo
como despedida.
En el rellano no funciona el ascensor. Lo han renovado hace poco: ahora tiene un espejo y las paredes son luminosas. Ya no me asusta como cuando tenía ocho años.
No me queda
más remedio que bajar andando. Le lanzo un beso con la mano a mi tía y me
dirijo a las escaleras. Es tarde, pero como es verano, hay mucha luz. En
realidad, es una luz cálida que relaja. Pero
cuando llego al cuarto piso, algo en el aire se vuelve espeso. Oigo a
alguien pronunciar mi nombre. Al principio creo que es Anita quien me llama, pero
enseguida noto que algo ha cambiado. Quien
sea que se dirige a mí, lo hace arrastrando las palabras, dejando una distancia
entre las sílabas:
—Reeebeeeecaaaa...
La puerta del cuarto segunda se abre. Y enseguida reconozco la luz amarillenta. Es la misma que iluminó el rellano cuando tenía ocho años.
¡Hola, María!
ResponderEliminarQué sorpresa y qué alegría tenerte de vuelta😊
Viajar contigo a través de los recuerdos de Rebeca y su infancia en el edificio de la tía Anita ha sido un placer. Tienes una forma tan delicada de tejer la nostalgia con ese toque inquietante de terror que consigues mantener la tensión del relato hasta el final.
Te ánimo a qué está deseada reaparición tenga continuidad cuando tú tiempo te lo permita.
Un abrazo enorme 🙂🎈💯