No recordaba mi última visita a la estación de Francia. Cuando viajaba, solía hacerlo en
avión, así que casi había olvidado su magnifica estructura. Mi abuelo, que había
sido revisor hasta su jubilación, siempre decía que las estaciones eran un nido
de abstracción, y que si alguna vez me fijaba, vería a las personas sumidas
en sus propios pensamientos. En las estaciones
grandes no se habla mucho, la gente sólo merodea y observa.
Hacía diez minutos que
esperaba a mi hermana en el bar, cuando una señora italiana, alta y voluminosa, se me acercó y me mostró su billete. Con un
castellano torpe me explicó que viajaba a Milán. Yo también iba a Milán, así
que era probable que nos encontrásemos en el tren, pero como siempre he sido
reservada y poco habladora con desconocidos, me callé y no se lo dije. Le
señalé el camino hacia el andén y ella se alejó, poco convencida, girando repetidas veces la
cabeza hacia mí para asegurarse de que tomaba la dirección correcta. Yo la guié con la
mano hasta que desapareció con su vestido negro y sus tacones escandalosos.
Cuando se hubo marchado me adapté otra vez en el taburete. El camarero retiró
el plato vacío del croissant y
dejó el cortado, y enseguida se puso a comentar con otro camarero el nuevo
fichaje del Barça. Tenía la sensación de que últimamente todo el mundo hablaba
de fútbol.
Terminé el cortado y pagué
con cinco euros. Después arrastré mi maleta roja hasta los andenes, donde me
senté un banco de mármol. El sol de agosto se colaba por el techo y los rayos
caían en vertical. Miré alrededor. Anna no aparecía. Ni siquiera me había
escrito para decirme que llegaría tarde. No me sorprendí, porque nunca había
sido puntual.
Aquel viaje había sido idea de mi hermana pequeña. Aquel verano yo vivía una de esas etapas difíciles
que es mejor no recordar y ella, que siempre ha sido más aventurera que yo, se
propuso animarme a toda costa. Hacía dos meses que me habían despedido y desde
entonces no había conseguido ni una sola entrevista. Mi despido no había sido
lo que se dice delicado. Si es que algún despido puede serlo. Un día, al llegar
a la oficina, el vigilante de seguridad me prohibió el paso. Al parecer,
recursos humanos así se lo había ordenado. Al principio no supe reaccionar, me
limité a permanecer quieta con semblante estúpido. No comprendía nada en
absoluto. Después pedí explicaciones. Me dieron una pegatina de visita, y subí
a la octava planta, donde una becaria me hizo firmar el despido. Sé que en
momentos de crisis no es normal sentirte aliviada, ni es maduro, ni valiente,
pero pensar que no volvería a ver a mi jefe nunca más, reconfortaba el haber
sido despedida.
Será cierto que las
desgracias nunca vienen solas, porque dos semanas después mi novio salía por la
puerta con las maletas hechas y una lista de cosas que debíamos repartirnos.
Tampoco fue normal, ni maduro ni valiente preocuparme más por cómo pagaría yo sola
el alquiler que por no haber sido capaz de conservar una relación. Y cuando
llegué a la conclusión de que me las apañaría durante un tiempo, me sentí más
tranquila.
Me sentía como si nadara en
un océano sin saber dónde estaba la costa más cercana, y como no dejaba de
quejarme por lo poco definida que estaba mi vida, mi hermana me regaló para mi
cumpleaños un billete de tren dentro de una caja de zapatos. Me dijo que
recorreríamos toda Italia. Al principio lo rechacé. En realidad no me apetecía
viajar a ningún sitio, porque en mi cabeza sólo existía la idea de encontrar un
trabajo lo antes posible. Además no me parecía sensato marcharme estando en
paro.
Por desgracia siempre he sido
fácil de convencer y mi hermana, con el don de conseguir lo que se proponga,
logró que accediera. Cuando me di cuenta, estaba comprando guías de Florencia y
Nápoles en el Fnac.
Como ya he dicho, me senté en
un banco de mármol mientras el sol me caía como una manta en la cabeza.
Aburrida, paseé la mirada por el recinto. El reloj marcaba las cinco y veinte
de la tarde. Mi hermana llegaba media hora tarde. A mi derecha unos niños
miraban las maquetas mientras su madre los seguía y señalaba con un dedo el
cristal que las protegía. Delante, un chico joven con gafas de sol caminaba nervioso
de un lado a otro. Entonces me di cuenta de que mi abuelo tenía razón. La gente
no hablaba mucho en las estaciones grandes.
Al poco mi hermana apareció
por la puerta central. Además de unas gafas de pasta y una camiseta moderna que
enseñaba el tatuaje de su hombro traía consigo la energía de quien ama la vida
de verdad. Al verme, levantó la mano y la sacudió para saludarme. Por la forma
en que se detuvo a mi lado intuí que su maleta
(el doble de grande que la mía) debía de pesar muchísimo. Cuando me quejé de la
hora ella no me hizo caso, me dijo vamos, que el tren ya
espera. Así que caminamos
hacia la cola, y nos situamos las últimas. Al levantar la cabeza vi a la señora
italiana que me había hablado en el bar. Desde lejos parecía aún más elegante.
El compartimento me pareció pequeño. Las camas sin hacer sólo eran asientos. Yo ocupé el lado de la ventana y mi hermana permaneció apenas un minuto a mi lado. Se levantó y comentó que le gustaría inspeccionar los vagones. ¿Pero qué quieres inspeccionar si son todos iguales? Le dije. Pero ella ya había salido del compartimento y buscaba curiosa el camino del bar. Me preguntó si quería algo y cuando le dije que no desapareció. Enseguida vuelvo, y su voz se difuminó con la de otros pasajeros.
El compartimento me pareció pequeño. Las camas sin hacer sólo eran asientos. Yo ocupé el lado de la ventana y mi hermana permaneció apenas un minuto a mi lado. Se levantó y comentó que le gustaría inspeccionar los vagones. ¿Pero qué quieres inspeccionar si son todos iguales? Le dije. Pero ella ya había salido del compartimento y buscaba curiosa el camino del bar. Me preguntó si quería algo y cuando le dije que no desapareció. Enseguida vuelvo, y su voz se difuminó con la de otros pasajeros.
Me
puse a mirar por la ventana, y en ese momento el tren inició
su marcha. Clavé mi atención en lo que había al otro lado del cristal,
poco a poco Barcelona iría quedando atrás. Fue entonces cuando realmente me
alegré de haber aceptado el regalo de mi hermana.
Dos formas de enfrentarse a la vida. Con la alegría despreocupada o comiéndote la cabeza, sintiéndote culpable por no preocuparte. Desde luego ese viaje le cambiará la vida, al menos es un primer paso, aunque los problemas suelen colarse como polizones en nuestras maletas. Te felicito por el blog, cine, relatos y seguro que pronto dibujos. ¡Saludos!
ResponderEliminarHola David, estoy de acuerdo contigo 100%. Cuando tienes un problema lamentarse no es la solución, sino intentar cambiar las cosas a partir de ese momento.
ResponderEliminarLos dibujos sí, en breve colgaré alguno!
Muchas gracias!
Un saludo :))
Ante un despido y la terminación de una relación, un viaje puede ayudar a encontrar nuevos horizontes. Creo que aquí hay una historia más larga en ciernes. Un detalle en ningún lugar de España cae el sol de manera vertical a las 5.20 de la tarde.
ResponderEliminarViaja y abrirás tu mente... En la vida hay diferentes tipos de viajes y a destinos muy diferentes, a veces no hace falta viajar físicamente para descubrir nuevos horizontes.
ResponderEliminarQue bien escribes! ��