Ramón Gisbert, profesor de Filología Románica de la Universidad de Barcelona, aún no entiende cómo se ha entretenido tanto. Siempre ha sido una persona puntual, actúa como dirigido por un reloj preciso y exacto, pero hoy, por alguna extraña razón que no consigue deducir, llega tarde.
Se ha levantado al sonar el despertador, y lo ha hecho sin pereza a pesar de haber dormido poco y mal. Enseguida se ha calzado las zapatillas que compró la semana pasada en una tienda del Borne, y el contacto del pie con la felpa suave le ha provocado una ligera e inmadura felicidad. No le importan los cuadros coloridos y estampados, ni que éstos hagan pensar en un anciano, porque aquellas zapatillas le gustan y, con ellas, se siente cómodo y hogareño. Después se ha dirigido al baño y se ha metido en la ducha. Ha desayunado lo mismo de todos los días, dos tostadas con mantequilla y café con leche, y se ha vestido con la primera camiseta que ha encontrado, y unos vaqueros un poco desgastados por los bajos. Ramón repasa los hechos, calcula el tiempo invertido, y piensa que no se ha entretenido especialmente, ni en la ducha, ni en vestirse, ni en el desayuno. Ha tardado exactamente lo mismo que otros días. O al menos, eso le parece a él, porque aun así llega tarde.
Son las siete y media de la mañana cuando cierra la puerta de casa y baja las escaleras, frotando contra las paredes la bolsa que lleva cruzada con los libros y los apuntes. En el segundo piso mira el reloj de pulsera, con la concentración que requieren los relojes que no llevan números. Piensa en comprarse otro que muestre la hora de una manera más clara, pero enseguida la angustia florece en su expresión al pensar que tendrá que decirle a Natalia que aquel reloj que le regaló no le acaba de gustar. Algo a su alrededor se ensombrece. Además, hoy debe disimular la impaciencia que le causa mirar el reloj, porque Natalia lo acompaña. Normalmente, como ella abre la clínica veterinaria a las nueve, salen por separado, cada uno por su lado, pero hoy es diferente porque, llega tarde.
En la calle caminan juntos hasta el metro. Ella le coge muy fuerte de la mano y se acerca a él hasta que los hombros se rozan. Ramón se limita a devolverle una sonrisa que, aunque ella no se dé cuenta, es completamente forzada. Y claro, Natalia le cree cuando él se deshace de una manera sutil y le explica que, con este calor que hace, le sudan las manos.
Hace apenas un mes que viven juntos, en el piso de él, situado en la calle Mallorca, el cual de repente ha empequeñecido. Ramón se pregunta si un piso puede encoger en cuestión de días. Pero los pisos no encogen, sino los espacios libres. Reflexiona. No sabe cómo ha acabado viviendo con Natalia, de la misma manera que no sabe por qué llega tarde. Si no quería vivir con ella, ¿por qué dijo que sí cuando se lo propuso? Quizás aceptó porque le cuesta estar solo. Sabe que es de ese tipo de personas que siempre necesita a alguien. Siempre lo ha necesitado y siempre lo necesitará. De aquellas personas que cuando concluyen una relación no tardan en empezar otra. Es como una enfermedad. Quizás está enfermo. De repente lo ve claro. Él quiere a Natalia, está enamorado, sino no viviría con ella. Lo que pasa es que el piso es pequeño. Pero esto tiene solución. Esa misma noche hablará con ella. Comprará un regalito que le dará después de cenar, y entonces soltará la noticia, porque está convencido: deberían casarse y comprarse una casa. De repente, la voz de Natalia preguntando si olvida algo lo devuelve a la realidad. Piensa un segundo, y responde que no, que lo ha cogido todo porque se prepara la bolsa por las noches. Ella ríe y le comenta que es un desastre, y que si no se deja la cabeza es porque no puede.
Llegan a la estación. Es un día de primavera y el cielo se empieza a vislumbrar un matiz gris que pronto se convertirá en azul claro. Bajan las escaleras del metro y, en el andén abarrotada, esperan un minuto.
El metro por fin llega y tras detenerse, las puertas se abren, primero entran unos chicos y después una anciana a la que una mujer ofrece el sitio. Ramón y Natalia se agarran a la barra, y entonces ella inicia una conversación. Siempre lo hace, y a él a veces le resulta difícil seguir el hilo de sus diálogos largos y siempre tan enrevesados. A menudo se pierde en sus palabras, pero ahora no la quiere ofender y va diciendo que sí.
Un tanto agobiado por el día atípico que le ha tocado vivir, Ramón gira la cabeza y es en ese preciso instante cuando la ve, sentada en los asientos contiguos. De pronto siente pánico al pensar que Natalia se dé cuenta de que ha mirado a otra chica, y entonces dirige su atención hacia ella, la mira a los ojos mientras continúa planeando qué harán el fin de semana. Él desvía la mirada, la chica tiene el pelo más corto de lo que le había parecido a primera vista, por debajo los hombros. Lleva el flequillo cogido con una pinza, y el pelo se le extiende un poco alborotado. Él también lo tiene alborotado, pero de una forma diferente. A ella le queda bien así y no se la imagina de otra manera. Tiene una belleza natural, poco artificial. Se fija bien y divisa unos pendientes pequeños en forma de perlas. Mira Natalia, que se acerca y le dice algo al oído. No comprende bien qué le ha dicho pero sonríe, porque la sonrisa es la respuesta estándar. Mira a la chica, que va leyendo. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes?
Llegan a Tetuán, las puertas se abren, sale gente, entra gente, y finalmente, vuelven a cerrarse. La chica mantiene los ojos fijos en el libro sin levantar la cabeza, y él alterna miradas hacia delante, donde se encuentra Natalia y hacia la izquierda, donde está la chica. En ese momento ella recibe un mensaje al móvil y cierra el libro para poder contestar. Cuando lo hace Ramón consigue ver la portada y descubrir que la chica lee la Eneida. El enamoramiento es instantáneo.
Los dos asientos que hay junto a ella quedan libres cuando dos chicos se levantan, pero Ramón, por timidez o bloqueo de los sentidos, no se mueve. Sin embargo, Natalia es rápida. Ella ocupa el asiento que está más lejos y deja libre el del lado de la chica. Ramón se sienta, indeciso, un poco violentado. La chica, que ha dejado de leer, le ha dedicado una mirada furtiva cuando ha pasado por su lado. ¿Cuántos años tendrá? 28, 29, 30. Quizás. No, no debe llegar a los 30. Debe mirar de nuevo. 25. Con 25 es demasiado joven para él. Nunca ha sabido calcular edades. Hace una media. 27. Sí, esto está mucho mejor, tiene 27 y punto.
Ya la ha mirado una vez, disimulando estúpidamente, así que no puede repetir el gesto en un buen rato. Los chicos que están de pie, justo delante de ellos, se van y Ramón clava los ojos al cristal oscuro de la ventana de enfrente. Lo hace un segundo e inmediatamente mira a Natalia de reojo. Después desliza la mirada a través del cristal al mismo tiempo que la chica y se encuentran. Ella baja los ojos y él se aclara la garganta. Vuelve a mirar a Natalia. La chica comienza a leer otra vez. Natalia, que ha notado su despiste, aunque no el motivo, pronuncia su nombre ¡Ramón! Él la mira y sonríe, porque la sonrisa es la respuesta estándar. La chica ha dejado de leer, ha cerrado el libro lo mantiene cogido con las manos. La portada tiene unas letras grandes y negras que resaltan en el dibujo color crema. La Eneida, Virgilio.
Están a punto de llegar a Paseo de Gracia, esto quiere decir que Natalia bajará. Ramón sólo tendrá unos minutos escasos antes de llegar a Universidad y bajar del metro para decirle algo. Pero, ¿qué puede comentar que no suene un poco a tópico? Bueno, flirtear queda descartado. La chica debe de haber visto a Natalia y, ¿qué pensará si de repente emprende una conversación interesada? Una alternativa sería fingir que algo se le cae al suelo. Si ella lo recoge, la conversación está garantizada.
Pero llegan a Paseo de Gracia y Natalia no baja. Coge del brazo a Ramón, realizando un gesto cariñoso que a él, en cambio, le parece angustioso, y se le acerca, pega los labios en sus mejillas como si le quisiera besar. Le dice que como es muy temprano lo acompañará hasta Universidad. ¿Y después volverás? Pregunta Ramón, queriendo ostentar la simplicidad de la acción. No le dice que no es necesario, porque no quiere que se enfade, además, las puertas ya se han cerrado, y Natalia sigue a su lado, así que es tarde para tentativas exasperadas. La chica, tras introducir el libro en el bolso, se levanta, se acerca a la puerta y se coloca justo delante del botón verde que la abrirá en la siguiente parada.
Caramba, cada día hago ese mismo trayecto en la L2 estaré atento para verlos. Buen relato romántico. Saludos!
ResponderEliminarJajaja sí sí, tú vigila! Que en el metro pasa de todo :))
EliminarUn saludo, y muchas gracias :))
me gusta como henebras las palabras
ResponderEliminarCon ritmo de tu alma
ResponderEliminarHaces una gran narración de una vida anodina, sin sobresaltos.
ResponderEliminarUn abrazo literario,
Buen relato, María, me he divertido siguiendo el hilo de los pensamientos del pobre Ramón... coraje es lo que le falta, y decisión, ¡porque está visto que con Natalia no tiene futuro! Eso espero, que no sea de los que se dejan arrastrar hasta el punto de casarse por inercia, jajaja. Me he divertido leyéndolo, y disculpa que no me pase más por aquí (estoy centrada escribiendo), porque siempre es un placer hacerlo. ¡Besos y hasta la próxima!
ResponderEliminarHola Maria,
ResponderEliminarMe ha gustado el dilema del mirar o no mirar a alguien cuando tienes a tu pareja justo al lado. Es increíble lo habitual de estas situaciones. Yo creo que, Natalia se hace la sueca, pero al fin y al cabo, los ojos están para mirar. Aunque... A veces, duela por pensamientos infundados.