Detuvo el coche entre los árboles, donde el camino se volvía abrupto y los
matorrales se elevaban salvajes. Cuando sus tacones pisaron la tierra seca, un
gesto de asco asomó en su expresión. Del maletero extrajo su gabardina roja y
se la colocó con cuidado de no despeinar el pelo largo recogido en una trenza.
Cuando se abrochó los botones su cintura se vio pequeña. Por último, cogió la
cesta, y cerró el maletero. Sobre ella las nubes se amontonaban grises, como
algodón sucio. "Seguro que llueve" pensó "no existía un día peor
para venir". Como temía mojarse se colocó la capucha de la gabardina, y
así, con el rostro medio oculto, ascendió por el camino.
Al poco sonó su móvil, y al mirarlo vio un mensaje sin leer. Era de él, y
resopló asqueada. Empezaba a cansarse de sus llamadas, además, ¿qué futuro les
esperaba juntos? Él recogía leña y la vendía, vestía camisas de cuadros y no
lograba deshacerse de aquél deje pueblerino. Quizás porque era un pueblerino.
En todo caso, él no encajaba con la visión que ella tenía del amor de su vida.
Caminó y caminó. A su abuela deberían llevarla a un asilo, donde pudieran
cuidarla como era debido. Si no fuera porque era una de esas matriarcas
amargadas, una vieja ermitaña que no sabía qué era tener sentimientos, alguno
de sus hijos le plantaría cara. No era más que una chantajista emocional que
enfrentaba a sus propios hijos por beneficio propio. O tal vez sólo por diversión.
Ni siquiera sabía por qué le llevaba aquel pastel. No se lo merecía.
Caminó un poco más, ya estaba en la mitad del bosque, cuando una voz ronca
la sacó de sus pensamientos.
-¿Qué haces aquí?
Aminoró el paso, pero no se detuvo.
-¿Me sigues?
-¿Has venido a verme?
-No, habría ido al pueblo si quisiera verte. Voy a ver a mi abuela.
-¿Por qué? No la visitas si nadie te obliga.
-Está enferma.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
Entonces se volvió. Y no supo a qué se debía, pero lo vio más alto, más
gordo tal vez, le pareció gigante. Las patillas espesas le llegaban a media
cara, como siempre. Cuando se conocieron él tenía el pelo espeso y negro, pero
ahora el negro no era tan intenso. Tampoco había pasado tanto tiempo.
-Te acompaño-propuso él.
-No te molestes.
-No es una molestia. ¿Has venido a verle a él?
-Te he dicho que he venido a ver a mi abuela.
-Me gusta tu gabardina, te sienta bien el rojo - y su voz adoptó un tono
suave, dulce.
Ella pensó que sus estupideces eran tan grandes como su cuerpo. Aún no
sabía por qué tenía que haberse acostado con él. Sí, ya...el alcohol... Pero
ahora le pedía más que una absurda noche de pasión y no sabía cómo quitárselo
de encima. Igual que a su primo, que se divertía recogiendo leña. Se preguntó
si habrían hablado entre ellos.
Bajó la mirada, con una mueca triste.
-¿Qué te pasa? ¿Me lo vas a contar?
-Nada.
-No te creo.
Ella echó a andar, con los ojos puestos en las hojas muertas. Sabía que él
la seguiría, y así fue.
-No quiero agobiarte con mis problemas. Ya me has ayudado suficiente.
- Te seguiré ayudando en lo que pueda.
- Bueno, está bien, te lo contaré. Mi abuela va a acabar con toda mi
familia. Se niega a salir de esa casa en medio del bosque, mi madre no puede
cuidarla como debería, mi tía está enferma y si ella vendiera la casa podría
curarse con el dinero. Pero no ve esas cosas. Es una egoísta. ¿Quieres saber
una cosa? He envenenado el pastel. Todo será más fácil sin ella.
Él dio un paso atrás, y pestañeó, sin entender. Cuando se ponía serio su mandíbula se volvía
cuadrada. Se colocaba tan recto que era cuando más grande parecía. Se frotó la
cara con las manos peludas, como si quisiera despertar de la pesadilla.
-Sabía que no debía contártelo.
-De eso nada, has hecho bien.
Vaciló unos segundos, y al fin dijo:
-Te ayudaré. Haremos lo siguiente: si dejas que tu abuela coma del pastel
te van a descubrir enseguida. No creo que sea un buen plan. Deja que yo me
encargue, ¿de acuerdo? Para no levantar sospechas, por si acaso, tú irás por un
camino y yo por otro, y nos encontraremos allí.
Ella asintió, con mirada inocente. Se despidieron con un beso, y cuando la
silueta de él se perdió entre los árboles ella buscó su móvil.
-Hola, soy yo. Me he encontrado con tu primo. Está loco. Ha amenazado con
hacerle algo a mi abuela. Sí, ¿vendrás? Estoy en el bosque. Gracias.
Llegó al cabo de un rato. La puerta estaba abierta y el silencio era tan
intenso que aterrorizaba. Al entrar se quitó los zapatos y los dejó en la
entrada. Odiaba la casa. Era rústica, tan vieja y decadente como su abuela.
¿Estaría viva todavía? Cuando dejó el pastel en la cocina, junto a la ventana,
pensó que quizás ella tenía más de madrastra que de Blancanieves. Miró por la
casa, no había rastro de su abuela. Lo encontró a él, en el salón.
-¿Y mi abuela?
-¿Quieres saberlo?
-Sí.
-Está bien, te lo contaré.
-Más tarde.
Se sentó en la mesa y se desabrochó la gabardina.
Él se levantó de la silla y se colocó delante. Se besaron, y ella apretó su
cuerpo contra el de él y lo rodeó con las piernas. Al apoyar el peso descubrió
sobre la mesa una cofia horrorosa y, por diversión, se la colocó a él en la
cabeza.
-Estás ridículo- dijo divertida.
Él metió la mano por debajo de la falda, ella le quitó la camisa. Tenía
tanto pelo que realmente parecía un lobo. Y estaban las patillas...
-Qué ojos más grandes tienes- dijo ella.
A él le pareció divertido.
-Son para verte mejor.
Ella acercó la boca a su cuello, lo rozó, y subió hasta el lóbulo.
-Qué orejas más grandes tienes.
-Son para oírte mejor.
Después le dio un beso, largo, mientras le desabrochaba el pantalón.
-Qué boca más grande tienes.
No le dio tiempo a contestar. No escuchó las botas sobre la madera, y
tampoco supo qué ocurría cuando comenzó a gritar que la dejara en paz. Fue
cuando advirtió los pasos. Se volvió y sólo vio el cañón de la escopeta de su
primo apuntándole.
El disparo revolvió el bosque, unos pájaros huyeron de la copa de los
árboles.
No conseguía hablar, se llevó la mano al cuello, que sangraba a borbotones.
La miró. Lloraba desconsolada sobre la mesa mientras se colocaba la ropa
correctamente tratando de recuperar su dignidad.
"Mala zorra" pensó.
Se tambaleó. Su primo permanecía de pie con la escopeta en la mano. En su
cara no había un ápice de remordimiento.
Atravesó la casa con el paso torpe, chocándose con las paredes, y por el
camino rompió un jarrón. Vio una bata de la abuela y la cogió para protegerse
del frío que comenzaba a invadir su cuerpo. Se la colocó sobre los hombros.
Justo antes de salir a la calle se miró sin querer en el espejo. Aún llevaba
puesta la cofia de la anciana. No tardaría en morir, y no supo qué era peor,
morir como un violador y un asesino, o llevando la cofia de una vieja chiflada.
Estupenda revisión del clásico. Lo que más me ha gustado es que está escrito con inteligencia, planteándose con sentido común cada elemento de la historia clásica, volver a leerla con los ojos de la época actual. También me ha parecido correcto ese toque sensual, más explícito que en el cuento pero bien llevado. Saludos!
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tus comentarios David!! Me alegra que te guste!
EliminarFeliz martes :)) un saludo!!
me encontré con vos y me gustaste
ResponderEliminarun abrazo desde miami