Lo que tenía en mente para esta entrada era escribir sobre alguna novela de Isabel Allende, Inés del alma mía o Paula, pero hoy he trabajado 9 horas y media, y si le añado la hora que tengo de camino hasta el trabajo, la hora de vuelta y otra más para comer, es poco el tiempo que me queda para escribir algo digno. Así que vuelvo a dejar un cuento, uno que escribí hará un par de años y que pensaba que sería el inicio de una novela. Como tengo tanto que escribir y tanto que leer, Ensayo de la moralidad se quedará en un cuento sobre dos hermanos.
Adrián
recordaba el momento exacto en el que advirtió la influencia que su hermano
ejercía sobre él. Ocurrió una tarde de febrero; él tenía ocho años y Víctor
acababa de cumplir diez. Jugaban solos en un parque de columpios desgastados
donde los árboles desnudos rodeaban la entrada, y las matas descuidadas se alzaban enfermas en
la arena encharcada por las lluvias. A Adrián nunca le había gustado aquel
lugar. Percibía algo lúgubre en medio de tanta soledad, incluso el cielo
parecía más gris allí que en cualquier otra parte. Sin embargo, Víctor solía corretear
encantado. Normalmente, se agarraba a la barra del columpio y dejaba el cuerpo
colgando al lado de las cadenas. Después se balanceaba hasta que las manos le
quemaban, y entonces se soltaba. Caía al suelo de pie, y acto seguido emitía un
gemido victorioso. En los momentos en que Adrián se retraía y oteaba el
horizonte inhóspito, Víctor se burlaba. ¡Adrián
es una niña!
Adrián
sabía que nunca se acostumbraría a aquel parque. Cogió un palo carcomido, se
acuclilló y comenzó a hacer dibujos tontos en la arena embarrada. Aunque Víctor
comprendiera su angustia no podrían
marcharse. Su madre trabajaba en la pescadería a dos manzanas de distancia.
Cuando cerrara, vendría a buscarlos y entonces podrían irse. De repente escuchó la voz de su hermano.
–¡Adrián! ¡Adrián, ven!
Víctor estaba junto a una pared de
ladrillo, al otro lado del parque. Tenía las bambas manchadas de barro y los
bajos de los vaqueros raídos. Llevaba el pelo tan corto que las orejas se le
habían puesto rojas con el frio. Cuando Adrián se acercó vio que sujetaba una
araña minúscula con los dedos.
–¿Qué
haces?
–Quiero
enseñarte una cosa.
Víctor se acercó aún más a la pared y
Adrián se colocó a su lado. Tosió, y el aire congelado salió de su boca como si
se le escapara la valentía.
–Te voy a dar la oportunidad de
decidir – prosiguió Víctor mientras colocaba la araña diminuta en una telaraña
que había en los ladrillos.
–No te entiendo.
La
araña quedó enganchada, y también debía de haberse paralizado porque ya no se
movía.
–Cuando la araña grande la vea
vendrá a comérsela.
Adrián ahogó un gemido, asustado.
–Es horrible.
– ¿La salvarás?
–Sí, hay que sacarla de ahí.
–Piensa que si la rescatas salvarás a
la araña pequeña pero estarás matando a la grande.
Adrián pestañeó, sin entender.
–Quiero decir que hagas lo que hagas
estarás condenando a alguna de las dos. Si salvas a la pequeña harás que viva
más tiempo, pero la grande se morirá de hambre. Si por el contrario la dejas y
te vas, morirá, pero la grande seguirá viva. Es la ley de la vida, ¿no te
parece?
Adrián dedicó a su hermano una mirada
distante. Pensó que la ley de la vida ocurría cuando la araña pequeña iba a
parar sola a aquella trampa asesina, pero en este caso había sido él quien la
había condenado.
Al ver que Adrián no reaccionaba
Víctor lo instó.
– ¿Qué harás? Va, decide. La araña
grande está apunto de aparecer.
Con el frio, la cara de Adrián se volvió
pálida, y los labios parecieron rosas.
–Me quiero ir a casa.
–Sabes que no podemos. Aún nos queda
una hora, por lo menos.
– ¿Qué harías tú? ¿A cuál salvarías?
–Te lo he preguntado yo a ti. Qué
más da lo que hiciera yo.
Adrián miró el recinto y le pareció
más oscuro que nunca.
– ¿Qué es lo moralmente correcto,
Adrián?
Adrián no respondió y como estar
cerca de la telaraña lo atormentaba, se alejó. Cruzó los brazos para protegerse
del frio y volvió con su palo abandonado en la otra punta del parque. Se colocó
de espaldas a Víctor para no verlo, y ocupó la mente con otra cosa. Odiaba esos
planteamientos morales con que Víctor lo solía machacar. Un día le había dicho:
si yo robara en un supermercado y lo vieras, ¿me delatarías? Adrián no había
contestado, y Víctor volvió a preguntar: ¿Me encubrirías sabiendo que soy
culpable o serías fiel a tu hermano?
Normalmente,
los recuerdos de la infancia de Adrián estaban cubiertos de una neblina que los
desdibujaban. No es que tuviera mala memoria, pero a veces, prefería olvidar
que desde muy pequeño había adoptado la pasividad
de los cobardes. En realidad, no sabía exactamente qué significaba pasividad de los cobardes, pero como su
padre, un hombre recto y tenaz, solía repartírselo a menudo, algo de veracidad
debía existir en aquellas palabras. Sin embargo este momento no era capaz de
olvidarlo. Mientras definía formas triangulares con el palo pensó que sin
Víctor se sentiría indefenso.
Qué bonito escribes. Difícil decisión en la infancia: lo es aún en el mundo adulto.
ResponderEliminarUn abrazo!
Hola Noelia! Gracias por tu cometario. El día a día está lleno de decisiones.
EliminarFeliz miércoles, un besito :))
Me da pena el pobre Adrián, sometido desde tan pequeño a disquisiciones tan complicadas y comprometidas en las que no hay una respuesta correcta. Yo no creo que sea pasivo ni cobarde, solo un crío al que se le indigestan preguntas que nadie debería hacerle.
ResponderEliminarUn estupendo relato, María. Yo ya no soy una niña y también me has puesto a pensar :)
¡Un beso y feliz comienzo de semana!
Hola Julia. Muchísimas gracias por tus comentarios :)
EliminarAdrián tiene una gran presión familiar, entre el hermano y el padre... pobre.
Me alegra que te guste.
Un besito y buenas noches :))
Un interesante relato sobre la infancia... Me ha gustado mucho. Escribes de maravilla.
ResponderEliminarUn saludo guapa
Muchísimas gracias por leerme, me alegro de que te guste.
EliminarUn saludo :)
Excelente relato María. Nos hace pensar un poco en esas relaciones entre hermanos que a veces, por circunstancias que pueden se pasar por alto, pueden llegar a dejar poso. El pobre niño- Adrián tiene en su cabeza la matraca esa de "la pasividad de los cobardes" que no sabemos muy bien como influirá en el adulto-Adrián. Muy bien escrito, María. Mi enhorabuena, un abrazo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias Ziorta. Exacto, yo creo que si te machacan de pequeño al final te lo acabas creyendo y de mayor te vuelves inseguro. Adrián está influenciado por su hermano y su padre.
EliminarUn saludo guapa :)