
Coming Back!
¡Hola a todos! Dije que me tomaría unas semanas de vacaciones en el blog y con la tontería han pasado dos meses y medio. Espero que hayáis desconectado mucho y aprovechado el verano. Yo he sido menos productiva de lo que pretendía, pero al menos he leído.
Os dejo un cuento muy otoñal, ¡espero que os guste!
¡Un beso!
Biscuit
es más lista de lo que mi abuelo se empeña en hacerme creer. Bueno,
él diría que no se trata de inteligencia sino de interés,
supervivencia, instinto animal bla bla bla...pero no me
importa lo que piense, sé que Biscuit me ha cogido cariño. Cariño,
o lo que sea que pueda llegar a sentir un zorro por un humano. En
este caso, una zorra por una humana. La expresión me hace reír.
¿Por qué se les llamará zorras a las mujeres proclives a joder la
vida de los demás? Biscuit es un encanto de animal, no encuentro la
relación.
El
caso es que tal vez, como asegura mi abuelo, Biscuit hace uso de la
supervivencia animal, y siguiendo su instinto ha encontrado en mí
algo seguro y ya está, fin de la historia, no existe un ápice de
cariño en sus actos. Al fin y al cabo, se les llama salvajes por
algo.
No
sabría decir. Yo no soy veterinaria ni experta en animales salvajes.
Estudié magisterio en Barcelona, y en cuanto acabé la carrera,
decidí que lo que más me apetecía era ayudar a mi abuelo a
gestionar el camping. Así que mi trabajo consiste en permanecer en
la centralita durante el día, gestionando reservas y solucionando
problemas menores. En los momentos ociosos, leo algún libro de
fantasía juvenil o una revista de cine esperando encontrar a Ryan
Gosling. Mientras, los clientes entran y salen. En verano las
familias llegan en auto caravanas. Imagino que, para ellos, nosotros
estamos de paso, entre Francia y dónde quieran que se dirijan. Los
grupos de amigos jóvenes, sin embargo, traen tiendas de campaña y
se alojan un día o dos, el tiempo suficiente para realizar una ruta
por la montaña y hacer senderismo. En invierno la clientela se
reduce. No saben lo que se pierden, las caminatas bañadas de nieve
producen ese encanto de cuento de hadas. Lo echaba de menos cuando
vivía en la ciudad.
-
Dedícate a lo tuyo y deja a los animales en paz- me suele reñir mi
abuelo.
Hace
años el hombre sufrió una neumonía tan grave que pensábamos que
se moría, y desde entonces se le ha quedado una voz rota, como un
recuerdo o un aviso, no lo sé. Ahora siempre parece recién levantado.
Toma
aire e insiste:
-¿No
ves que no ayudas a Biscuit? Sólo la perjudicas. Los animales
salvajes no deben encariñarse con los humanos.
No entendía por qué iba a perjudicar a Biscuit. Ella emprendió el
acercamiento entre ambas. Al principio, cada noche, mientras mi
abuelo cerraba la centralita, Biscuit aparecía puntual en la puerta
de casa. Siempre adoptaba una postura muy recta, era como esas
estatuas egipcias que parecen tener el cuello estirado. Quizás era
una forma de mostrarse adorable.
Nosotros
vivimos al girar la esquina de la centralita del camping, en una casa
pequeña de color mostaza y ventanas coloniales. En la entrada, junto
al escalón de mármol, plantamos geranios rojos que Biscuit jamás
ha mordido.
Al
principio, sólo le permitía entrar en el salón. Me daba pena que
pasara frío en la calle, o que la atacara algún otro animal. Y ella
accedía, con la cabeza gacha como si buscara enemigos. Hasta parecía
tímida. A estas alturas ya se ha acostumbrado a la luz anaranjada
que producen las lámparas viejas, y a los muebles vastos. Incluso el
pelo rojizo del animal sintoniza con los muebles amarronados. Parece
que Biscuit forme parte del mobiliario. Al principio solo le daba de
cenar. En Google encontré
qué necesita un zorro. Así que cuando Biscuit aparecía por
las noches abría la nevera y le ofrecía el primer embutido que
encontraba. Los zorros son carnívoros, y quizás no les acabe de
gustar la comida procesada, pero Biscuit nunca ha hecho ascos, así
que cada noche le daba de cenar prácticamente lo mismo.
Después
de comer se marchaba, y ya no volvía hasta la noche siguiente,
siempre antes de que mi abuelo volviera de cerrar el camping. Con el
paso de las semanas, empezó a esconderse en algún rincón, y allí
se dormía. Seguía evitando a mi abuelo. Cuando escuchaba su paso
aproximarse, levantaba las orejas y antes de que me diera cuenta ya
había encontrado refugio.
Ahora
le ha echado un morro sorprendente al asunto. Ni las llaves en las
manos de mi abuelo, ni su andar ligeramente cojo la asustan. Incluso
se acerca a saludarlo.
-Esto
no es normal - dice el hombre-. Es antinatural, más bien. Un zorro
en casa...
Aun
así le palmea la cabeza, como si fuera nuestro caniche, y Biscuit lo
sigue con la mirada. Observa a mi abuelo, balanceándose en su cojera
y sus kilos de más mientras se adentra en la cocina. Tal vez Biscuit
aspira a la posibilidad de recibir más comida. Pero mi abuelo abre
una lata de cerveza, yo le riño porque debería cuidarse más, él
no me presta atención y observa a nuestra mascota, tratando de
buscar el sentido a la situación.
-Ay
Biscuit, esto es antinatural. No te hacemos ningún favor.
Y
al poco Biscuit se hace un ovillo en la alfombra que hay junto al
sofá. Como es rojiza, el animal se camufla. Ya lo he dicho antes,
sintoniza con la decoración. Por las mañanas, cuando me despierto,
ya se ha marchado.
La
llame Biscuit porque la primera vez que la vi mordía una galleta de
mantequilla. Me pareció que ni siquiera le gustaba, pero era eso o
morirse de hambre. Yo volvía en moto del pueblo, donde viven mis
padres y mis hermanas, y al verla en el contenedor de la basura el
corazón me dio un latigazo de lástima. Detuve la moto, pensando que
huiría al verme. Nunca había visto un zorro tan de cerca y fui con
cuidado. Abrí la bolsa de la compra y le ofrecí un trozo de pan. No
se fiaba de mí, y tuve que lanzárselo para que se lo comiera. Al
tercer intento, ya comía de mi mano.
Ahora
Biscuit ha encontrado a un compañero. Es un zorro pelirrojo, como
ella, pero con la peculiaridad de tener las patas moteadas. Parece
que haya estando chapoteando en pintura negra. Lo he visto un par de
veces, algunas noches viene rondando la casa, supongo que busca a
Biscuit. No puedo llamarlo calcetines, porque en Bailando con lobos
el teniente Dunbar, o Kevin Costner para todos, ya llamó así a su
lobo. De acuerdo, era un lobo, no un zorro, pero de todos modos no me
parece original. Así que pienso y pienso en el novio de Biscuit, y
se me ocurre llamarlo Blacky.
-¿Tú
eres consciente de lo que va a pasar?- Mi abuelo ha llegado al límite
de su paciencia-. Ese zorro va a dejar preñada a Biscuit, y nos veo
cuidando de una camada de zorritos ¿Eso pretendes? ¿Tener un
criadero de zorros? Cuántas veces te he dicho que perjudicas a
Biscuit. Las cosas deberían seguir el orden natural.
Pero
mi abuelo se ha equivocado. Blacky ha desaparecido y hace días que
no sabemos nada de él. Y me alarmo. Quizás Biscuit ya está
embarazada. Me entra pánico al pensar que las sospechas de mi abuelo
se hagan realidad. No me imagino el camping repleto de zorros, y
Biscuit casi está domesticada, ha empezado a pasar los días en
casa. Incluso alguna noche ha dormido en mi cama. Y todo cobra
sentido, Blacky ha desaparecido porque Biscuit ya está embarazada.
En
Google leo
que hasta el invierno esto no pasará, y no sé si siento
alivio o decepción al saber que Biscuit no va a ser madre. Y de
repente, cuando todo parece volver a la normalidad, el animal muestra
un comportamiento extraño. No tardo en detectar que su carácter
está apagado. Con las orejas caídas y los ojos achinados, enseguida
me doy cuenta de que está triste. Siento tanta pena por ella que me
niego a creer que Blacky ha desaparecido sin motivo.
Pasan
los días y Biscuit no logra deshacerse de la melancolía. Quizás
debería dar una vuelta, sólo quiero saber si Blacky está bien. No
me gusta ver a Biscuit tan triste.
Así
que me pongo las botas de agua, quizás cruce el río, rescato del
armario el anorak azul y un gorro de lana, porque aunque sólo es
octubre cuando empiece a oscurecer el aire correrá frío y cortante.
Salgo
de casa después del café de la tarde. Tomo el camino opuesto al
camping, intuyendo que Blacky habrá huido de los visitantes. Una
cosa es ser sociable y otra convertirse en la mascota de los
turistas. Enseguida me adentro en el sendero que sube hacía la
siguiente colina. Sé que a dos kilómetros, hay un merendero que
aunque no es muy conocido, algunos días de verano el bullicio se
puede escuchar desde el rio. Sigo caminando, llevo en las manos una
manta pequeña en la que Biscuit suele dormir, y la agito de vez en
cuando, con la esperanza de que el olor atraiga a Blacky. Pero llego
al rio (bien, es más un riachuelo), y el zorro aún no ha dado
señales de vida. El sol ha iniciado el descenso y los rayos se
filtran anaranjados entre la frondosidad del bosque. Me he desviado
del sendero, pero así llegaré antes al merendero. No voy a
perderme. Y sigo caminando, hasta que pierdo la noción del tiempo. Y
cuando me he rendido y decido volver a casa una silueta entre las
raíces de un árbol llama mi atención. Es un bulto grande, rojizo.
En verdad sé lo que es, pero intento demostrarme que me equivoco. Y
me acerco.
Biscuit
apoya el hocico en mi pierna. Tiene esa mirada desolada y yo me
siento como el médico que debe dar la mala noticia a la familia.
-Te lo advertí- me regaña mi abuelo con su voz rota, se quita las
gafas redondas y las deja en la mesa, sobre el hule, junto a la caja
de pastillas-. Te dije que no les hacíamos ningún favor. Los
animales salvajes no deben tener trato con los humanos, les pierden
el miedo y acaban muertos, como Blacky.
-¿Quién
puede tirarle piedras aun zorro hasta matarlo?
No
es más que una reflexión en voz alta, pero mi abuelo responde tras
un suspiro:
-Más
gente de la que te crees.
Y
en su voz hay decepción. Biscuit golpea mi brazo con el morro.
Quizás no es un caniche, pero empieza a parecerlo.