miércoles, 1 de marzo de 2017

90210




La señora Remedios Jiménez vive en el tercer piso de un edificio erigido hace treinta años y situado en la periferia de la ciudad. En total, si se tiene en cuenta que el bloque consta de diez plantas y cuatro puertas por rellano, deben de vivir unas cuarenta familias allí. Lo normal en estos casos sería no conocer a la vecindad completo, sino charlar de vez en cuando con el vecino más próximo y conceder un saludo exiguo al resto. Hola y adiós. Pero la señora Remedios Jiménez es una mujer popular, charlatana, influida por las ganas de relacionarse. Es una mujer con dinamismo. A ella, el hecho de que la reconozcan por la calle la satisface, infla su orgullo un tanto infantil, porque se siente afortunada explicando que, en el barrio, todo el mundo la quiere muchísimo. Esta popularidad se debe a su carácter, digamos, entusiasta, que a menudo, aunque nadie ha osado jamás decírselo a bocajarro, la perjudica cuando habla con esa voz chillona y besa con énfasis las mejillas de los niños dejando la huella rosa de los labios, creando un contorno ridículo en forma de corazón. Aunque no lo parezca, la señora Remedios Jiménez tiene sesenta y cinco años. En el barrio nadie lo creería si no fuera porque un par de meses atrás acudieron a la fiesta sorpresa que su hija le preparó, igual que no lo creerían si no hubieran comido aquel pastel de crema y nata y hubieran visto cómo Remedios soplaba las velas en forma números rojos: 65. Cuando la gente en el barrio le pregunta cómo lo hace para mantenerse tan estupenda, ella siempre experimenta la misma reacción. Cierra los ojos, provocando que el rímel negro y el color azul que cubre los párpados se realcen y, entonces, sacudiendo la cabeza en señal de negación y utilizando un tono de voz tan nivelado que parece que se lo haya aprendido de memoria, dice: yo no me abandono como esas abuelas que sólo visitan la peluquería de tanto en tanto. Y por último añade: no hay mujer fea, sino mal arreglada. De hecho, una de las mayores preocupaciones de la señora Remedios Jiménez son las uñas. Tiene impuesta la obligación de llevarlas largas, pintadas de colores, y con una florecilla pintada en un dedo. Sí, las uñas es una de sus firmas personales, una manía, sin su estilo no se sentiría ella misma. Sería otra persona diferente. Es consciente de la necesidad que siente por arreglarse, de una forma casi desesperada. Si alguien le preguntase a qué se debe su afán respondería que en el baile al que acude los viernes por la noche hay mucha viuda que no se acuerda del marido difunto, y éstas son las peores, que son capaces de robarle el suyo. Y ella, a su Alfredo, lo quiere mucho. Por eso se esfuerza en mantenerse atractiva. Aunque si lo piensa bien, ¿quién iba a fijarse en su marido? Es pequeño, poca cosa, y no muy inteligente. Ella en cambio, sí se considera atractiva. El pelo lo lleva siempre bien peinado, corto y fijado con laca, pulcramente teñido de rubio. Lo que no sabe, o no alcanza a descubrir, es que tanto adorno superficial la hace un poco vulgar. Cada día se revisa el pelo de una manera minuciosa, casi insana, para asegurarse de que no ha emergido ninguna cana. No le gustan las canas, de hecho, las detesta. Le da asco la afluencia blanquecina en el cuero cabelludo que la mayoría de veces parece un estropajo. Bueno, esto sólo es aplicable a las mujeres. Sí, las mujeres deben arreglarse y ser sumamente presumidas, si no, sus maridos se irán con otras. Los hombres, en cambio, adquieren atractivo con una aglomeración grisácea sobre la cabeza, el pelo gris les aporta madurez y seducción. Basta con ver Pretty woman, que es su película favorita, para saber que Richard Gere es el príncipe azul que toda mujer querría tener a su lado. Es atractivo, millonario y todo un galán. Y tiene el cabello repleto de canas. Sí, si tuviera que ser la protagonista de una película ésta sería Pretty woman, hubiera estado dispuesta a prostituirse si al cabo de unos días un príncipe la hubiera rescatado de su miseria. Pero ahora es demasiado tarde para pensar en una vida paralela. Tiene sesenta y cinco años, la edad en la que se jubilaría de haber trabajado, y tampoco sería lógico quejarse. Alfredo siempre ha sido un hombre trabajador y dulce, un buen hombre, y la ha tratado igual que a una reina. Remedios lo sabe, igual que sabe que la quiere. La hermana de Alfredo dijo un día que su bondad se multiplicaba con los años, pero a ella, a Remedios, no le parecía que se hubiera vuelto más bondadoso, sino más estúpido. Odia gritar a su marido, pero a veces, cuando manifiesta esa cara de tontorrón e inocente, o cuando trata de explicar lo que piensa no puede evitar mandarlo callar. Si no lo hiciera, la gente se reiría de él. 
Es más que evidente que una de las aficiones que más complace a Remedios es ejercer de anfitriona. Disfruta invitando a sus hermanos, a sus hijos, a los vecinos, y, desde luego, a las amigas del barrio. Normalmente elabora pasteles y galletas, y empanadillas de atún, las cuales embellece con perejil. Sólo una vez decidió contratar un catering, pero al ver las croquetas de pollo destrozadas se juró a sí misma que aquel estropicio no se volvería a repetir. A partir de ese momento cocinaría ella, que talento para servir a invitados, no le faltaba. En estas reuniones disfruta explicando a las amigas y a las vecinas que llegó al barrio de jovencita, con su marido Alfredo, cuando apenas acababan de casarse, y, como si introdujera una carta en la baraja equivocada, intercala historias del pueblo, en cuales algún antiguo vecino sale perjudicado al ser criticado. De hecho, también alguna nueva vecina acaba siendo el centro de sus acusaciones y reproches. Y, al final, mezcla tanto las crónicas que a menudo acaba olvidando la trama inicial. Lo que no explica nunca es que, del pueblo, Alfredo y ella traían una maleta pequeña con poca ropa y una vajilla no demasiado amplia del ajuar, que llegaron a Barcelona con el dinero suficiente para sobrevivir un par de meses. 


Remedios siempre ha creído en el más allá. Está convencida de que su vida actual palidece al compararse con otra anterior. En otra vida tuvo joyas y fue la preferida entre un grupo de mujeres que vivía en un harén. No tiene muy claro qué es un harén, pero sabe que debía ser un lugar maravilloso, un lugar donde las mujeres recibían caprichos y pasaban el día dedicándose a ellas mismas, a lavarse el pelo y a bañarse. Sí, ésa es la imagen más próxima que tiene de un harén. Ella, en otra vida, vivió en uno. Un día una amiga de una amiga le echó las cartas y después de pasar un rato explicándole que los acuario son así y les conviene hacer esto y juntarse con gente de aquella manera, le dijo que, como era tan simpática y tenía un corazón tan grande, muchas mujeres la envidiaban. Pero esto no fue todo. La vidente aseguró algún día sería rica, y, claro, cuando llegase el momento la envidia de las amigas crecería exponencialmente. Le dio un amuleto para ahuyentar el mal de ojo y otro para la fogosidad de Alfredo, que últimamente no tenía nada que ver con la pasión de antes. Al principio no sabía si creerse o no aquello de hacerse rica, pero enseguida llegó a una conclusión muy simple: si aquella mujer lo afirmaba, aquella mujer que un día había contactado con un espíritu del más allá, debía de ser verdad. Quizá la vida le cambiaría, porque hasta ese momento, su suerte había sido parca y escasa. La crisis y las circunstancias habían desfavorecido una vida que podría haber sido diferente. Podría haberse casado con un hombre inteligente y rico, y entonces ella llevaría joyas, podría haber tenido una casa grande y una criada que hiciera las tareas que ella tanto detestaba. Pero la suerte era algo que no solía visitarla, de hecho, se había visto obligada a conformarse con un pisito estrecho, reformado poco a poco, en la periferia de Barcelona, situado en un barrio de obreros que habían emigrado del sur en los años setenta. No había duda, la suerte y ella no eran amigas. Justamente hacía un par de días, cuando volvía a casa después de tomar un café con las amigas, un chico le robó el bolso, tirando con tanta fuerza que ella tardó unos segundos en comprender qué pasaba. Cuando reaccionó el chico ya hacía rato que corría calle abajo. No tuvo tiempo ni de asustarse, y cuando una mujer que pasaba por allí con un hijo en el carro se le acercó, nerviosa y escandalizada, para comprobar que estaba bien, Remedios reaccionó de repente y se deshizo en voces. Inició un repertorio de insultos dirigidos al gamberro, que ya no debía de oírla. Inmediatamente lo denunció a en comisaría, pero del chico y del bolso, ni rastro. 
Hoy ha sido un día maravilloso para Remedios, de esos que transforman la vida y te hacen subir varios peldaños en la escalera de la felicidad. La suerte de Remedios ha cambiado, porque hoy le ha tocado la lotería. El número que llevaba era, ¿cómo decirlo?, ridículo. Incluso tenía un deje antiestético: 90210. No sabe por qué cogió aquel boleto cuando lo encontró en la administración de lotería, lo único que sabe es que en ese instante tuvo un presentimiento, de aquellos que se deben seguir. No sabía a ciencia cierta el motivo, pero el número le recordó a una serie de televisión americana, un poco antigua ya, sobre unos estudiantes adolescentes que pasaban el día en la playa y yendo de compras. Cuando Alfredo dijo que no quería ese número ella contestó que esta vez sabía que tocaría, que algo dentro de ella se lo decía. Y tenía razón, porque ahora Remedios es una mujer rica. De hecho llevaba cinco boletos, así que uno u otro tenía que recibir un premio por pequeño que fuera. Rápidamente ha puesto orden en el salón. Ha limpiado de una manera impulsiva, ha comprado flores refulgentes y ha colocado en la cocina una bandeja con trufas y otra con pastelitos de nata y crema y cerezas confitadas. Alfredo ha ido a comprar cava y cuando ha entrado en la cocina ha dicho con voz un poco nerviosa: Pronto legarán los de la tele, ¿cómo vas? Remedios tiene la situación más que controlada, o, al menos, lo piensa. Se ha hecho las uñas y se ha teñido el pelo, y hoy estrena aquel jersey estampado que se compró en Agosto en Pineda de Mar. Ahora sólo queda que lleguen los invitados y la televisión. 


Primero llegan las vecinas que quieren saber si se encuentra feliz y qué hará con el dinero. Le dicen que debería abrir un negocio, porque ha nacido para tratar al público, con ese carácter entusiasta y locuaz, y ella responde que ya tiene sesenta y cinco años, ¿o es que quizás ya no se acuerdan? Ahora lo que le toca es jubilarse y disfrutar de la vida, que de trabajar está harta. Quizás se irá a vivir a Jaén, que es donde vive su hijo mayor, su nuera y sus nietos desde hace unos años. Tendrá que pensarlo bien, aún no ha decidido nada. 
En ese instante llega su hija con sus nietos: una niña de once años y un niño de cinco. El padre de los niños no está, hace dos años y medio que se fugó con una antigua novia y no se ha vuelto a saber de él. Ni si quiera pasa la manutención. El niño mantiene vivo el recuerdo de su padre, porque la cara parece una réplica de la suya. Y no sólo la expresión y las facciones, también los gestos a veces despóticos. Tiene cara de cabreo perpetuo. Tan pronto entra en casa de sus abuelos empieza a correr por las habitaciones hasta que tropieza, no sé sabe cómo, cae de cara y llora enrabietado. Una vecina lo ayuda a levantarse para consolarlo, y tal vez por la vergüenza, el niño se tranquiliza sin abandonar una expresión de escepticismo. Parece que no se fíe de aquella mujer de la que no puede recordar si la conoce o no. Su hermana no le presta la menor atención, está muy ocupada persiguiendo a su abuela Remedios, intentando provocar el nepotismo de ésta. Saray, así se llama la hija de Remedios, abraza a su madre y los pendientes grandes en forma de aro que le cuelgan de las orejas se mueven suavemente. Está a punto de llorar de la emoción que la posee, y se pasa un dedo por el lagrimal ya brillante. Lo hace poco a poco, con mucho cuidado, porque las uñas largas de porcelana no le permiten frotarse los ojos de otra manera. Remedios le dice que no llore, a ver si la raya de los ojos se estropea. Saray contesta que no lo puede evitar, que está muy feliz. Dice que lo que les ha pasado es un regalo por todas las infelicidades que han tenido que soportar. Remedios frunce la cara. ¿Qué quieres decir? Pregunta, y la hija reacciona con otro gemido Hemos tenío mu mala suerte en la vida. Remedios contesta que es una exagerada y Saray se deshace en llanto. Está muy sensible desde que hace unos meses la rechazaron en el castin de un reality en televisión. Remedios deja que Saray se rehaga y comienza a imaginar cómo cambiará su vida. Se hace ilusiones ante la idea de irse de aquel barrio pobretón. No le gustan los inmigrantes a pesar de que a menudo compra en el chino, el cual un día le regaló una pulsera con imágenes de la Virgen. Tampoco le gusta aquel vecino del tercero que es homosexual. Naturalmente, le saluda cuando se encuentran en el rellano o en la puerta, pero es debido a ser una mujer muy educada y con un corazón tan grande que no le cabe en el pecho. Sí, por eso no puede evitar saludar a nadie por muy mal que le parezca su conducta, y preguntarle qué tal, cómo va, de dónde viene. Alfredo le ha prometido que cambiarán de barrio, que se comprarán una casa, ahora se lo pueden permitir, y su hija comenta que este verano se irá a Punta Cana pero que antes quiere operarse los pechos. Remedios quiere ir a Egipto. Allí fue su vecina y volvió encantada de la vida. Cuando Remedios vio las fotos pensó que si algún día se lo podía permitir iría a Egipto. Sin embargo sabe que Alfredo tiene sus propios sueños. Ahora que es jubilado tiene mucho tiempo que invertir, seguramente se comprará un coche nuevo, uno de esos que llevan la gente rica, con clase. Un Mercedes o un BMW. Comienza a imaginar la envidia de las vecinas y de las amigas del barrio. Ya lo advirtió la pitonisa.
Finalmente llega la televisión y el piso queda embarrado de personas y cámaras. Alfredo, nervioso, dice: esto es un follón. Pero Remedios y Saray difunden gozo. Las vecinas no saben dónde tienen que colocarse para no salir en un primer plano, pero como de todas formas quieren salir, aunque sea al fondo, se colocan al lado del mueble, una adosada a la otra y, sin saber muy bien qué hacer, se quedan quietas y calladas. Y salen pequeñitas asemejándose al relleno de un cordero. Remedios está un poco indignada porque la entrevistadora que han enviado es una niña que debe de tener poco más de veinte años. Revisa las tarjetas con una persistencia que la hace insegura, además esa manera de coger el micro parece de lo más inestable. Seguro que es una periodista en prácticas, y le ofende que no hayan enviado una persona más experta para un caso tan importante.




Poco a poco todas las personas que se encuentran en el piso se dejan llevar por una euforia que escala exponencialmente. Las vecinas se ríen entre susurros, Alfredo abre la botella de cava que ya debe estar fresquita, la reportera dice que no tiene permitido beber alcohol en horas de trabajo pero que lo hará a escondidas porque una celebración como aquélla es digna de un buen cava, los cámaras opinan igual, Saray derrama unas lágrimas y el niño salta en el sofá antes de divisar los pastelitos de crema que han sobrado y que permanecen abandonados sobre la mesa. Piensa que, si no es rápido, una de esas vecinas gordas se los robará. Incluso el vecino homosexual se siente intrigado y se asoma por la puerta abierta con el propósito de descubrir qué línea sigue la celebración. Llegados al momento de máximo entusiasmo el ambiente ha adquirido las características de una fiesta y todos piensan, sumamente convencidos, que un instante como aquél es sin duda indestructible, no puede nublarse por ningún otro suceso, por ruin que sea. La reportera se toma el cava de un trago e inmediatamente pide a Remedios que traiga el boleto para poder mostrarlo por televisión. Con un orgullo que casi no la deja respirar Remedios se dirige a la habitación y busca la bolsa donde guardó el boleto. Al cabo de unos segundos sale el comedor y las voces jubilosas se disipan paulatinamente a medida que un invitado tras otro advierte el rostro pálido de Remedios. Parece que algo le haya sentado mal, quizás se siente mareada debido al cava, o también puede ser que las trufas le hayan hecho daño en el estómago. Enseguida es evidente que no es eso, tiene los ojos rabiosos y sufre una tirantez de los músculos que a primera vista parece preocupante. Tiene la mandíbula apretada, e incluso los labios, que al comienzo de la celebración eran rojos y llamativos, ahora dan la impresión de haberse desinflado como un globo pinchado. La preocupación se contagia y nadie se atreve a preguntar qué ocurre. Ella se siente ridícula, no sé sabe si más estúpida que víctima. Por último no encuentra otra salida que confesar la verdad, y lo hace con la voz serena a pesar de las ganas de llorar que la dominan. El boleto está en el bolso que le robaron hace dos días.

10 comentarios:

  1. OMG...menudo final!!
    Me encanta el retrato psicológico que has hecho de Remedios...eres increíble escribiendo.
    Un besazo!

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    1. Muchísimas gracias Noelia! Me alegro de que te haya gustado, un besito :))

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  2. Magnífico relato María. Me ha encantado el modo en que has descrito la personalidad de esta mujer, preciso, detallado. Un personaje con sombras, soberbia, altanera, contradictoria e incluso racista y homófoba (aunque ella se siente buena persona), con ese afán de querer sentirse superior, en fin todas esas cualidades que son típicas de la ignorancia.
    El final apoteósico nos deja, para que lo vamos a negar, con una sonrisa en los labios.
    Enhorabuena, ¡un abrazo!

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    1. Muchas gracias guapa, por tus críticas tan buenas y tus comentarios! Un besito!! :))

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  3. ¡Qué bueno,María! ¡Estupendo! Remedios es estupenda. Me encanta el personaje. Tiene muchísima personalidad.

    Un besote!

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    1. Muchas gracias guapa, tus comentarios siempre son muy positivos :)

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  4. Qué cruel decepción para la pobre señora Remedios, y qué final más inesperado para tu historia, María. No me caía muy allá la buena mujer, a pesar de que has hecho de ella una descripción tan brillante que todos podemos reconocerla desde lejos en alguien que conocemos, pero me ha dado pena. Qué efímeras pueden ser las alegrías en esta vida, ¿verdad?

    Muy bueno, realmente bien retratada tu protagonista y muy amena la historia :))

    ¡Un beso grande y feliz fin de semana!

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    1. jajaj yaaa, a mí tampoco me cae muy allá.
      Muchas gracias Julia, me alegra que te haya gustado. Me he basado en la vecina estandárd, he conocido a unas cuantas un poco cotillas y he hecho una mezcla ;)
      Un besito :)

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  5. Me ha encantado, un personaje muy bien logrado y verosímil, con sus luces y sus sombras, pero Remedios tiene vida, aunque sea en la ficción. Creo que todos conocemos a alguien como ella, yo por lo menos la he reconocido en dos o tres que conozco.
    El final está muy bien, no hay que vender la piel del oso antes de matarlo. Pero es coherente con su personalidad profundamente exagerada y tendente a la apariencia y cierto clasismo de barrio como apuntó Ziortza. Enhorabuena!

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  6. Hola, María. He leído tu relato, y la imagen que ofreces de la señora Remedios me parece muy creíble, con grandes virtudes y defectos, típicos de muchas personas de esa edad, como son la cortesía saludando al cruzarse con ellos en cualquier lugar, el estar siempre arregladas, el querer saber todo de todos, el ir conjuntadas según su estilo aunque no sea muy moderno...

    En fin, una persona maniática pero muy suya, un personaje estereotipado, y no muy amante de lo que no es de su tierra. Yo que soy del sur, diría que no le caería especialmente bien por lo que me sugiere el relato. Aún así, me encantaría conocerla y saludarla si no fuese un personaje de ficción; sin duda sería una conversación muy interesante.

    Me ha gustado mucho la figura de su marido, pequeñín, poca cosa, incluso no muy inteligente. Especialmente me hizo sonreír cuando comentaste que su mujer lo hacía callar para que no metiese la pata; fue un punto muy divertido, genial. Me los imaginé juntos discutiendo todo el rato sobre cosas banales, como aquella pareja madurita de una serie británica muy antigua llamada "Los Roper" (George y Mildred) de los años 70, donde ella "lleva los pantalones"..., y que ni se le ocurriera a su pequeño maridito discutir ese tema.

    Por cierto, algún ladronzuelo conducirá un BMW en breve en esa historia, y seguramente por Beverly Hills, por la ironía del número.

    Me ha encantado tu relato. Es ameno y engancha, se quiere seguir leyendo. Enhorabuena.

    Un saludo cordial y buena lectura.


    P.S: Si me permites un consejo, te sugeriría que redujeras la densidad de los párrafos, y marcaras sus límites, ya sea con una simple línea en blanco separadora, o a través de una sangría de primera línea. Creo que eso haría al relato mucho más legible y cómodo, ganaría en atractivo para el lector, y marcaría mucho mejor su estructura. Por supuesto, es solo una sugerencia constructiva de poca importancia, una opinión personal de un simple y humilde aficionado, como lo soy yo, nada más, pura estética, así que no me tomes demasiado en cuenta. Lo importante ya lo tiene, y es extraordinario.

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