Las chicas de verdad no leen cómics.
Las chicas de verdad no desean ser Khaleesi.
Las chicas de verdad no fantasean con vivir dentro de una novela de Jane Austen, ni de Stephn King ni de Anne Rice.
Las chicas de verdad van monas al trabajo.
Las chicas de verdad usan pintalabios de color cereza.
Las chicas de verdad hacen lo que se espera de ellas.
Cuando era pequeña, Karen descubrió la necesidad de aprender a leer antes de que en el colegio la enseñasen. Sabía el abecedario, eso sí, aunque al llegar a la N se encallaba, sin embargo era incapaz de reseguir una frase completa. Por las noches, obligaba a su madre a leerle cuentos infantiles, pero ésta no siempre estaba dispuesta a sacrificar su tiempo después de la cena. Así que Karen tomó una decisión: debo ser autosuficiente. Obviamente, aún no conocía la palabra autosuficiente, pero la filosofía comenzaba a forjarse en su cabeza escolar. Yo misma me leeré Mary Poppins, se dijo.
Antes de cumplir los diez años, había leído la mayoría de novelas de Julio Verne y había tardado dos días en terminar Mujercitas.
Después, las historias llegaron en un formato diferente, y Batgirl ocupó la mayoría de su tiempo libre. Poco a poco descubrió los cómics japoneses y la novela gráfica americana. Claro, no era una afición muy común, porque las chicas de verdad no leen cómics, todo el mundo lo sabía, y le costaba encontrar personas con quien compartir su afición. De vez en cuando las encontraba, alguna amiga rara, pero su madre actuaba entonces como un escudo protector. Menudas tonterías infantiles, decía.
Aburrida del mundo, Karen empezó a dibujar, y utilizaba sus horas extraescolares para leer novelas de fantasía y las últimas novedades de la tienda de cómics. Pero abastecerse era caro, y no siempre podía acceder a su lista de deseos, la cual crecía de una manera exponencial. Por las tardes, si no quedaba con sus amigas del colegio, se encerraba en su habitación, y allí pasaba las horas dibujando. Su madre, claro está, no veía con buenos ojos aquel gusto extraño de su hija. ¿Cómics? ¿Libros muy tochos de dragones? Tanto leer sin la obligación impuesta del colegio no puede ser bueno, pensaba su madre. Y por las noches espiaba a su hija. Sin hacer ruido, abría la puerta de su habitación, y si entreveía la luz de Karen encendida, entraba y le confiscaba el libro/cómic que tuviera en las manos. Te vas a quedar bizca, le decía.
Al empezar el bachillerato debió tomar una decisión importante. Qué especialidad cursar. ¿Letras? ¿Ciencias? ¿Tecnología? Karen lo tenía claro: ella quería matricularse en la rama artística, e ir a la universidad de Bellas Artes.
Su madre, sin embargo, puso el grito en el cielo. Las chicas de verdad no leen cómics, la chicas de verdad no están obsesionadas con leer, a las chicas de verdad les gusta la ropa y el maquillaje.
Pero a mí también me gusta la ropa y el maquillaje, se defendió Karen inútilmente.
Así que, siguiendo el "consejo" de su madre, se apuntó a letras, pensando que ya decidiría qué vendría después. Las carreras universitarias eran un abanico de posibilidades. Algo habría que la llenase.
En el último año de instituto se echó un novio, un quinqui de su barrio tres años mayor que ella. Su mayor ambición era beber y dormir, y para colmo le gustaba el cine comercial lleno de chistes malos.
Su madre, sin embargo, estaba entre nubes. A él no le gustaban esas cosas con las que su hija perdía el tiempo, quizás la cambiaría y la convertiría en una chica de verdad.
Pero Karen se aburrió de tanta banalidad. No tenemos nada en común, pensó.
Su madre casi sufrió un infarto cerebral cuando supo que Karen había dejado al chico que iba a ser su yerno. Estaba convencida de que se casarían y que la harían abuela en breve. Trató de persuadir a su hija, y utilizó todo el chantaje emocional que fue capaz. ¿Y si nadie te quiere? Tienes aficiones muy raras, piénsalo.
Karen estudió derecho, porque su madre veía en la abogacía una carrera de la que enorgullecerse. No le costó demasiado aprobar los exámenes, y poco a poco fue olvidando los cómics, el dibujo, y los maratones de cine independiente. Solía leer novela fantástica, esto no lo había abandonado, pero sin llegar a los extremos del frikismo.
Acabó los estudios a desgana, y con la misma desgana empezó a trabajar en el bufete de una empresa a punto de quebrar. Su jefa era la versión femenina de Robert Smith. O al menos, eso pensaba karen. Aparecía por las mañanas a las diez pasadas, vestida negro, gafas de sol oscuras que tapaban sus ojeras y el pelo oscuro encrespado. Se encerraba en su despacho y ponía la música lo suficientemente fuerte como para que se escuchase desde la oficina. A veces, enviaba a Karen a comprar papel a la Abacus. Karen empezaba a amargarse, ¿por qué no trató de dedicarse al arte? Quizás no fuera la carrera con más empleo disponible del mundo, pero al menos trabajaría con pasión.
Sin embargo, su madre irradiaba felicidad cada vez que explicaba que su hija era abogada. Aunque su jefa la machacara comprando material de oficina, al menos Karen se había olvidado de esas historietas japonesas. Porque las chicas de verdad no leen cómics.
Dos años después Karen consiguió trabajo en una multinacional. Su jefe era un hombre de camisa y corbata, corpulento y repeinado, con una voz rota que provocaba que cualquier palabra sonara a amenaza, Karen sabía que aprovechaba los gastos de la empresa para facturar sus comidas en la zona alta de la ciudad. Estaba felizmente casado, aunque desviaba los ojos hacia su escote sin disimular demasiado. Pero su jefe mafiosillo no era lo que Karen detestaba. Lo más agotador era trabajar nueve horas y media al día, porque en la empresa iban justos de personal y los pleitos se acumulaban. No obstante, su madre era feliz. Karen hacía lo que esperaba de ella. Trabajaba, trabajaba, trabajaba. No soñaba con novelas de fantasía.
Un día Karen conoció a Sam. Ocurrió una noche, en un bar. La barra estaba algo abarrotada y ambos chocaron con las cervezas en la mano. Se pidieron perdón, y como se gustaron a primera vista, entablaron una conversación superflua. Pero alto, no fue lo que parece. No surgió el amor. Sam era gay y apunto de casarse con su novio, con quien llevaba cuatro años viviendo en un barrio de la periferia. Lo que pasó fue que Sam era diseñador gráfico, leía cómics y novela de fantasía. Intimaron rápido y se dieron los teléfonos. Karen había hecho un amigo con quien hablar de sus cosas. Y así, a base de quedar con Sam, fue como retomó su antigua afición.
Un día su madre la vio con un cómic en las manos, un tocho llamado Persépolis, y su expresión adoptó un aire desesperado. Karen lo notó. No era estúpida. Sintió que su afición era como un cáncer reaparecido después de una quimioterapia exitosa. Si estaba curado, ¿por qué aparecía de nuevo?
Y Karen volvió a dibujar. Estaba oxidada pero pronto sería la de antes, estaba convencida. Debía asumir quién era y cuáles eran sus gustos. Tenía veintiocho años, quizás debía empezar a ignorar a su madre. No de un modo drástico, sólo dejar de hacer caso a los comentarios dañinos de la mujer.
Un día entró en una tienda de cómics, hacía más de diez año que no pisaba una. Al fondo, encontró a unas adolescentes que vestían con medias rayadas y llevaban pendientes en la nariz. Debatían sobre los personajes de una colección.
Y Karen pensó que no se puede juzgar a la pasión.
Porque las chicas de verdad sí leen cómics.
Nota: todos los dibujos están hechos por mí.